Como otras veces, me rindo ante la evidencia de la vocación literaria de nuestros escritores, injustamente desconocidos en sus medios. Esta vez me refiero a una novela del escritor y psicoterapeuta guayaquileño, radicado en Quito, Adolfo Macías Huerta, de cuyas trece obras publicadas, seis tienen el sello de Seix Barral. ¡Bien por él!

La ceremonia de los pájaros echa raíces en antiguas fuentes culturales a partir de personajes muy originales. Los tres miembros de la familia Luzuriaga permiten tratar asuntos que los especialistas reconocerán, pero de los cuales los lectores legos dudarán: el abuelo Carlos medita y enseña las ideas de Saussure sobre el signo lingüístico, que nos ponen tras la pista de la importancia del lenguaje; el padre Eduardo, abogado forense, trabaja conectado con la muerte, y es heredero de las ideas de su padre y el nieto Gabriel, verdadero protagonista de la novela, tiene una sensibilidad que lo aproxima a situaciones extraordinarias.

Luego de una extraña experiencia en Machu Pichu, a partir del encuentro de un collar de amatistas –piedra de supuestas propiedades espirituales–, viaja a Madrid a estudiar Historia del Arte, donde hará varios descubrimientos que fluctúan entre una visión posmoderna de la vida y ciertos secretos de antigüedad milenaria. Los dos espacios permitirán al narrador mantener una dinámica intrigante entre los hechos que acaecen en Quito –más que nada en el pasado– con los que ocurren en Madrid, ciudad de rostros más polarizados.

Gabriel conoce a Nina, la estudiante con la que se liga solo sexualmente, porque ella está en contra de cualquier modelo que emerja del esquema burgués de vida, y, por otro lado, asiste a la exposición de las fotografías de David Nebreda, el fotógrafo que se autolesiona para hacer de su cuerpo un territorio de estudio y significación. Encerrado en su casa desde hace treinta años, obsesionado consigo mismo, desconoce que su obra ha creado adeptos y él es motivo de un culto de seres marginales en ideas y actitudes. Gabriel, que quiere escribir una tesis sobre esa extraña obra lo sorprende en una de sus mínimas salidas y lo acorrala con preguntas.

El cruce de líneas vivenciales entre los personajes de ambos mundos –en Quito, el padre enferma; en Madrid, el joven ha descubierto que el estudio de la lengua hebrea y de la cábala lo acerca a las teorías del abuelo– arma un mosaico que exige una lectura interpretativa para dirigirse a un final en clave de hechos insólitos o simplemente soñados. Si es lo primero, la novela apela a una dimensión que rompe con la realidad; si es lo segundo, lo onírico abre nuevas puertas al sentido de la novela. Porque que las personas admitan que un idioma primigenio con el cual Dios creó el mundo y que tenía, por eso mismo, el poder de crear es la que habló Adán y se perdió luego de la construcción de la torre de Babel, podría tomarse como una creencia secreta de reducido cultivo o como una fantasía memoriosa de la cual participa, precisamente, esta novela.

La coda que proviene de la autoría del poeta Fernando Escobar es un aporte espléndido para sugerir significados a esta historia de ambiciones supremas, cuyo sentido ha recibido un castigo de los dioses, aquellos postergados por monoteísmos. De este conjunto emerge una novela desafiante. (O)