Los escritores que crean desde lejos de su país tienen el inconveniente de no trabajar por la expansión de su obra; hoy todos están llamados a convertirse en multiplicadores de esa extensión de su cuerpo que es un libro propio, y participan en congresos, ferias y presentaciones que van consiguiendo reacción del arisco mundo lector. Eso pasa con Wladimir Chávez Vaca, ecuatoriano, huésped y profesor de una universidad de Noruega. Porque si apeláramos a desarrollo literario, bastaría consultar en la red su nombre para apreciar cuán fructífera es su dedicación a la literatura.
En 2018 consiguió el Premio lojano Miguel Riofrío con El olor de las flores quemadas, –comenté a su tiempo esa convocante novela– y ahora llega con La intérprete de Hiroshima, una edición conjunta de la Casa de la Cultura de Quito y la Prefectura de Pichincha, que acaba de circular en la Feria del Libro, de la capital. Se trata de una novela corta que supera la anterior en esfuerzo investigativo y calidad de la prosa.
El libro avanza con dos historias que ligan sus tramas, aunque sus fechas sean muy distantes: la primera, desde el 6 de agosto de 1945 recoge en breves cuadros el terrible efecto de la bomba atómica que mató 600.000 habitantes de una apacible ciudad que había sido poco afectada por la II Guerra Mundial y que decidió, con esa sola decisión del presidente estadounidense Harry Truman, la rendición del Japón. La segunda, justifica la elección del título de la novela con el relato en primera persona –cartas, diarios, experiencias– de Cecilia, una ecuatoriana que trabaja como intérprete en Oslo y otras ciudades noruegas, centrada en una amistad epistolar con un japonés, que la llevará a Hiroshima.
La novela tiene muchas cualidades y es de las que atrapan desde la primera línea. El estallido de la bomba es un dato histórico en la cabeza del cualquiera, pero muy distinto es verlo realizarse a las ocho y quince de la mañana y asistir a sus horrorosas consecuencias: los edificios caídos, las víctimas entre escombros, las llagas en todo el cuerpo de los heridos, la instalación de improvisados hospitales y el vagar de la gente buscando asilo. Esa línea de la historia abunda en datos específicos, con nombres reales de los ibakushas, los sobrevivientes, cuyas fugaces apariciones van creando personajes en la medida en que se repiten. El otro tiempo del acaecer es 2018, con la intérprete visitante para reconstruir el hecho trágico y explorar si el amor desde lejos da resultado.
Como se ve, el tejido del libro es múltiple, pero jamás pierde el rumbo. La guía de Cecilia en Hiroshima es Yuko, otra mujer bien informada, que le permitirá a la protagonista un variado ingreso en la cultura japonesa en materia de gastronomía, tradiciones y lugares. Cecilia, que también está escapando de un acoso sexual de un cliente ecuatoriano en Oslo –un delincuente que necesitaba interpretación para responder a la policía–, permite el contraste en las conductas masculinas y ver la mirada de mujer ante dos formas de aproximación de los hombres. Un precioso trasfondo literario va ofreciendo referencias y la ubicación de un famoso poeta japonés del siglo XX. Cada línea de esta novela es poderosa, las imágenes poéticas ratifican a menudo que lo indecible del dolor y el miedo humanos solo se consigue con arañazos sobre palabras sugerentes. (O)