Tres años antes de morir, a los cincuenta y seis años, Stendhal publicó su mayor novela: La cartuja de Parma. La había escrito encerrándose en un rapto de cincuenta y dos días en su departamento parisino de la rue de Caumartin. El mito súbito silencia que la corrigió varios meses. La novela concluye con una dedicatoria en inglés: “To the happy few”. Quizá poco animado, Stendhal sentía que no tenía lectores, o que al menos estos aparecerían décadas después. Hacía cálculos de que en cien años se entenderían sus libros y se preguntaba qué sería de estos. Hoy, en 2022, tengo varios títulos suyos en mi biblioteca: una edición de Rojo y negro, tres de La Cartuja, varios de sus libros inconclusos, su largo diario, una selección de sus cartas, y perdí mi ejemplar Del amor. No sé si soy uno de sus happy few. Quien seguramente lo fue con menos distancia es Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo, que en 1955 consideraba que para leer La Cartuja de Parma es necesario tener más de cuarenta años para entenderlo, y que es una novela “despojada de ilusiones incluso artísticas, casi despojada de adjetivos, nostálgica, irónica, firme y suave, y el vértice de toda la narrativa mundial”. No hay que ir muy lejos para entender que el Tancredi de El Gatopardo es un hermano menor de Fabrizio del Dongo, el protagonista.

¿En qué consiste ese talento particular de Stendhal que él pensaba que nadie comprendía en su tiempo, donde todavía resonaba la prosa romántica, recargada, del rey de los egotistas, como llamaba a Chateaubriand? Lampedusa señala que la perspectiva poliédrica de una página de Stendhal permite varias lecturas posibles. Todo esto debido a la sutileza de su arte narrativo y su estilo. Un crítico de la época, Arnould Frémy, le reprochaba que el estilo fuera extraño por elíptico. Preocupado por la expresión auténtica, a Stendhal le quedaba claro lo que en el siglo siguiente diría Cioran, de que una sensación nunca es falsa. El reto es saber cómo trasmitirla tomando distancia, como si mediara una ligerísima membrana que la mantuviera viva. Leer a Stendhal es sentir una velocidad y un tono que uno no puede explicarse, y que deja la certeza de que algo todavía nos elude y solo una nueva lectura lo revelará. Pero la siguiente lectura terminará revelando otras cosas y ampliando más la sensación de que todavía se ha visto muy poco.

Los finales de sus dos grandes novelas concluidas son estremecedores, sobre todo Rojo y negro. Pero a mí lo que me conmueve es el final de otro libro suyo que nunca concluyó y que fue publicado póstumo. Se trata de la Vida de Henry Brulard. En la larga cadena de pseudónimos tras los que se disimuló Stendhal (este también es un seudónimo para su nombre original, Henry Beyle), Brulard da cuenta de sus memorias, desde su infancia hasta la llegada a Milán. Stendhal nació en Grenoble, en medio de una familia acomodada, a la que él consideraba más bien seca, sin ningún glamour, no al menos cómo el que tenía su madre, de quien queda huérfano a los siete años. Esto marcará su personalidad y la relación agobiante que experimenta hacia la familia paterna y la ciudad de Grenoble, a la que detestaba. Fue a París para estudiar matemáticas, que abandonaría para ocupar un trabajo en el Ministerio de Defensa, luego en el ejército y finalmente como funcionario imperial. En medio de una vida frívola, Stendhal escribió sus novelas y varios ensayos que publicaba con su propio dinero y que, como él temía, encontraba poquísimos lectores. Cuentan que cuando supo que Balzac había comentado su novela en un artículo, bailó. Hay varios borradores de cartas en los que le agradece su lectura, aunque le advierte de algunas incomprensiones.

Hacia el final de Vida de Henry Brulard, cuando cuenta que se instala en Milán, puerto de entrada a su prolongada fascinación italiana, se encuentra con un problema. Quiere evocar su relación sentimental con Angela Pietragrua y se activa entonces su preocupación por la escritura. Empieza por una advertencia óptica: “Es imposible distinguir claramente la parte del cielo demasiado cercana al sol”. Efectivamente, la luz del sol difumina su entorno y borra cualquier detalle y silueta. “Por esa misma razón, me será difícil narrar de un modo razonable mi amor por Angela Pietragrua. ¿Cómo hacer una exposición razonable de aquel cúmulo de locuras? ¿Por dónde comenzar? ¿Cómo hacerlo de un modo inteligible?”. El autor colapsa. Advierte al lector: “Si tienes más de treinta años, o si, sin tenerlos aún, eres del partido prosaico, cierra el libro”. Y más adelante siguen las dudas: “¿Cómo referir la dicha apasionada?”. “Imposible continuar, el tema sobrepasa al narrador”. Líneas después cree encontrar una salida: “La única solución es trazar un sumario para no interrumpir por completo la narración”. Intenta unos párrafos que no revelan más que su impotencia, el paso del tiempo y la sensación de frío que tiene. “Cómo hombre honrado que detesta las exageraciones, no sé qué hacer”. La última línea concluye: “Se echan a perder sentimientos así delicados contándolos al detalle”. Nada más. El manuscrito se interrumpe. Tendrían que pasar cinco años para que escriba La Cartuja de Parma donde aparecen dos mujeres ­–indudables transfiguraciones– con las que el protagonista tendrá relación: Gina Sanseverina y Clelia Conti.

Stendhal nunca retomó sus memorias. Sí dejó escrito el texto para su lápida en el cementerio del Père Lachaise, donde consta un epitafio lacónico y un nombre italianizado: “Arrigo Beyle. Milanese. Scrisse. Amo. Visse.” Él dispuso esas palabras con una puntuación de golpes secos que yo apenas suavizo con comas en mi traducción: escribió, amó, vivió. Cuando vuelvo a leer alguna de sus páginas pienso: ¿quién leerá a Stendhal en 2122? ¿En 2322? ¿Lo habrán olvidado? No creo, siempre estarán los happy few. Hacia allá va, con todas sus exigencias de escritura para no traicionar a los lectores del partido prosaico. (O)