Suena en mis audífonos Te deum de Marc-Antoine Charpentier acompañando el golpeteo de las ruedas del avión que rebotan bruscamente en la pista del aeropuerto. Hay gotas de lluvia que caen sobre mi ventana. Bienvenidos a Santiago.

Después de un acontecido vuelo, llegaba con el tiempo casi justo para asistir al funeral de mi padre.

Estuve con él hace un par de semanas, casi no podía caminar, tenía que permanecer sentado durante horas en la misma posición y pude observar como la enfermedad lo había llevado a un largo letargo consciente y monótono de su rutina, sin nunca mencionar ni insinuar en ninguna de sus conversaciones que tenía presente que estaba en sus últimos días. Todas las mañanas seguía el mismo ritual: despertar, asearse, comer, escuchar música, hablar de trivialidades, dormir. Había en él una tozudez e indiferencia silenciosa ante la muerte.

Evocación de julio

Durante la noche, con un frío que hacía tiritar el cuerpo y la voluntad, me hacía la pregunta: ¿qué hace que una persona en esas condiciones se aferre tan testarudamente a la vida? Estoy seguro de que cada lector tiene su respuesta o está esbozando una en este momento. Puede parecer fácil de contestar, pero es de esas preguntas que no se terminan con la respuesta. Que dependen especialmente del tiempo que seas capaz de habitar la pregunta, sin ansiedad por abandonarla en una certeza.

Luego del funeral, caminando por el cementerio, con las manos en los bolsillos del abrigo, conteniendo el temblor del frío o del momento, volví a pensar en la pregunta, pero ya no buscando una respuesta, sino con el deseo de sostenerla, de encontrar rasgos de vida en esas reflexiones que desvariaban, las que me fueron llevando a Oscar Wilde: “Nosotros vivimos con respuestas a preguntas que nunca nos hicimos” reafirmando el valor de volver a cuestionarse todo lo que parecía tan claro. Pero eso contrasta hoy con un mundo que valora las respuestas rápidas, donde inteligencias artificiales e influencers ponen al frente, en formatos cortos y digeribles, las soluciones a cualquier duda.

Estamos perdiendo, o nos están quitando, la capacidad de formular buenas preguntas y su proceso para enfrentarlas. Estamos siendo entrenados para responder con velocidad y no para preguntar.

Recuerdos iniciáticos

Ya con un café en las manos, y tratando de calentarme la cara con el vapor que emanaba, recordé una clase en la que nos pusimos como reto con los estudiantes responder la pregunta: ¿quién soy? Desafío complejo en cualquier momento de la vida.

Después de mucho darle vueltas y no encontrar una sola respuesta convincente, dije: “yo soy las preguntas que me estoy haciendo”, tal vez intentando escapar del encierro, o señalando intuitivamente a la pregunta como un acto ontológico que permite definir diversos mundos posibles que nos van cambiando en la medida que avanzamos. Las preguntas no son inocentes, las preguntas nos definen.

Han pasado unos días, ya estoy de vuelta en Guayaquil, la partida de mi papá me ha llevado a abrazar la idea de que somos procesos, búsquedas y no una respuesta. Somos una pregunta viva. Vuelvo a hacer sonar el Te deum de Marc-Antoine Charpentier, en su memoria, era su preferida. (O)