Durante el partido de la Eurocopa 2024 que se jugó en Leipzig hace unos días cayó un aguacero formidable. Vientos huracanados descuartizaron árboles, nubes negras oscurecieron la ciudad como si algún hechicero que odiara el fútbol hubiera decidido empañarles (y empaparles) la fiesta a los miles de hinchas que llenaban las calles y el estadio con las caras pintadas, las camisetas vestidas, ostentando orgullosos los colores de sus respectivos países.

Horas antes de que estallara la tormenta, cuando el cielo aún sonreía engañosamente azul, vi los primeros grupos que llegaban al estadio. Dos niños con banderas de la República Checa coloreándoles las mejillas caminaban de la mano de su padre hacia la puerta principal del Red Bull Arena de Leipzig. Me pareció una escena con el potencial de convertirse en esas memorias a las que nos aferramos toda la vida: ¿recuerdas cuando éramos pequeños y viajamos a Alemania con papá para ir al estadio?, me imagino a esos niños diciéndose, muchos años después, frente al ataúd de su padre, rememorando el sabor de esas salchichas que comieron los tres mientras esperaban horas y horas a que empezara el partido, y la tormenta que los bañó mientras lloraban la pérdida de su equipo.

Junio suele ser un mes soleado y cálido en Alemania, pero basta con que se organice un gran evento internacional al aire libre para que algún dios adepto a patear las vanas ilusiones humanas descienda sobre las ciudades anfitrionas en forma de rayos, truenos, vientos, granizo y aguacero. Quizá por eso los griegos se cuidaban de invitar a los dioses a sus rituales deportivos y dedicarles sus triunfos. Pero hoy los dioses son los futbolistas a quienes sus hinchas adoran, aunque sea de esa manera contemporánea de idolatrar que puede tornarse en un abrir y cerrar de ojos en odio y desprecio. Alabanzas e insultos llueven como flechas sobre la cancha, se difunden antes, durante y después de los partidos por las carreteras descontroladas del universo virtual donde todo va demasiado rápido y nada dura, ni siquiera el amor.

Esa noche de tormenta los portugueses regresaron a casa mojados pero felices, pero no tan felices como los enloquecidos alemanes tras el triunfo arrasador con el cual habían inaugurado la Eurocopa en Múnich. Los anfitriones “trapearon el piso”, como diríamos los improvisados comentaristas deportivos, con su rival: Escocia. Hoy, por no ir más allá, me topé en el aeropuerto con un grupo de hinchas escoceses todavía afectados por la derrota (o será que así mismo llevan la melancolía, cual andinos: tatuada en el rostro), pero aún así no habían renunciado a vestir de kilt y sporran.

Cuando ustedes lean esta columna ya sabrán si el dios del camembert se impuso al del gouda en el partido del viernes. Los designios de los dioses son aún un acertijo para mí, limitada como estoy por la temporalidad humana. Lo mismo se aplica a la predicción del vencedor de la Copa. Diría que ganará Alemania si hablo desde la egoísta conveniencia (nada como derrotar al resto de Europa, aunque sea en el fútbol, para alegrar al pueblo). Pero si soy sincera, hoy por hoy un triunfo de Italia me alegraría el corazón. (O)