Una memoria atraviesa la cancha de césped, tras una pelota. Solo necesita el silencio. Corre como si nada más le importara. Como si el olvido no pudiera alcanzarlo, por más que los recuerdos de la infancia estén presentes. De hecho, esas imágenes, tan atroces, están en la cancha, en su cuerpo, en su mente. Corre pese al peso de la memoria y esa certeza lo hace más fuerte, lo libera, lo vuelve viento. A lo largo de la historia, todos, los analistas, los expertos, los periodistas, los hinchas, han debatido airadamente sobre quién es el mejor del mundo. A Luka Modric esa discusión no le interesa, ni pretende ser objeto de ella. Sabe que una palabra que podría resumir el hecho de que él esté vivo es: milagro. Juega en el tiempo de descuento desde que tiene 6 años. Por eso, tras eliminar a Brasil del Mundial, se acerca a Rodrygo y le consuela. Le recuerda que es grandioso, que tiene el futuro por delante y que ese futuro puede ser brillante, puede ser feliz.

Luka Modric tiene 6 años. Juega fútbol en un hotel de acogida y se siente feliz mientras patea la pelota. En el lugar en donde nació se libra una dramática guerra de independencia. Su país está, recién, por nacer; mientras el Estado de su nacionalidad originaria se disuelve en una vorágine de sangre y muerte. Es un refugiado en Zadar. Miles de personas se desplazan en el territorio de los Balcanes, huyendo del horror. Los recuerdos de sus últimos meses son borrosos, increíbles, absurdos. Vuelven a su cabeza mientras patea la pelota. Siempre están con él. Todo se derrumbó tan de repente. La mayor parte del tiempo, mientras sus padres trabajaban, pasaba bajo el cuidado del abuelo Luka, por quien recibió su nombre. En diciembre de 1991, el abuelo había salido con sus animales. Testigos dicen que fue interceptado por fuerzas serbias mientras regresaba a casa con agua y comida. Fue ejecutado junto a otros 6 hombres, adultos mayores. El futuro capitán de la selección croata, sus padres y su hermana pequeña tuvieron que huir. A veces caían bombas y debían correr al búnker. Cuando el estruendo de las bombas invadía sus oídos, pensaba que pronto, inevitablemente, volvería al patio y patearía la pelota.

Croacia gana y es tercera ante una Marruecos que fue aguerrida hasta el final en Qatar 2022

Luka Modric, sobre la cancha, corre como el viento, pero siempre tiene los pies en la tierra. Es la ausencia de pretensión, de ruido. Es el cerebro y la membrana que mantiene unido, incluso sincronizado, al equipo. También es la respiración que calcula con calma, frialdad y rapidez los movimientos del cuerpo. Es hijo de un técnico que arreglaba autos y de una costurera. Sobrevivió a la guerra de independencia de lo que sería su país. En varias ocasiones sintió que lo perdió todo y también que la vida seguía, porque, como decía Hemingway, un hombre puede ser vencido, no destruido. Pese a la fragilidad de su cuerpo de niño refugiado, siguió jugando fútbol. Mientras está en la cancha el mundo no existe. Sólo el aquí y el ahora. Allí aprendió que la memoria, incluso la de su propia desolación, no es una sombra, sino un poder. Nadie podría suponer que cuando juega, no es el niño que sobrevivió, el que sufrió el asesinato del tronco de su familia y el que vio el incendio de su casa de la infancia. Es él. Siempre ha sido él. Corre y juega sabiendo que se llama Luka Modric, igual que su abuelo amado, que su país es libre y que él está vivo y puede disfrutar de sus hijos. No necesita que le digan el mejor del mundo. Es un hombre feliz, un jugador feliz, un padre feliz. Y fue un nieto feliz. Eso es lo que da. Eso es lo que tiene. Ha logrado mucho más de lo que pensó probable. A los 16 años le fichó el Dinamo de Zagreb, luego el Tottenham Hotspur Football Club del Reino Unido y finalmente se convirtió en uno de los astros del equipo que, según mi padre, supongo que evocando a Di Stéfano, no juega finales sino gana finales: el Real Madrid. Fue el primer jugador que rompió con la larga y fanática hegemonía de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, al ganar el Balón de Oro en 2018.

Tiene 37 años. Sabe que ya no será campeón del mundo, pero tiene la certeza de que su abuelo estaría orgulloso de todo lo que ha logrado. No es poco. Contribuyó, en todos los sentidos posibles, a la gloria del Real Madrid, en el que se ha mantenido firme una década entera. Es la disciplina, el esfuerzo, el control del ego. La cosecha silenciosa de su inmensa, milagrosa, cósmica capacidad de sembrar. Llevó a su país a la final del Mundial de 2018 y a la semifinal del 2022, de la que Croacia fue eliminada por Argentina, la selección que por primera vez juega un Mundial con Maradona muerto. Pero dicen que los dioses no mueren y que nunca se olvidan de los suyos. Poco después de perder, Modric declaró: “Espero que Lionel Messi gane la Copa del Mundo, es el mejor jugador de la historia y se lo merece”. Nadie pudo detener a Messi en el trayecto del tercer gol de Argentina contra Croacia, un gol que fue un poema. Y Luka Modric sabía, mientras jugaba con todas sus fuerzas, en un diciembre tan definitivo como el de sus 6 años, que ese partido no era una tragedia. Era la vida. Y quizá también la historia. El verano invencible, del que hablaba Albert Camus. Camina hacia el fin de su carrera como jugador profesional, con la dignidad de quien no tiene nada que demostrar. Él tiene todo por ofrecer. Como esta historia. Le ha costado tanto ser quien es y lo ha logrado. Para muchos es un héroe pagano. Un ejemplo de valentía y fuerza. Un personaje mitológico, con una vida de epopeya. Una memoria ardiente, reconciliada y en paz. Un maestro generoso. La gloria. La leyenda. Un discípulo de la guerra y el desplazamiento. La metáfora y la maestría. El mito. Un hijo, un nieto, un esposo, un padre. Alguien que sabe que ha sido y será feliz cada día, al menos un instante. No necesitará nunca que lo llamen el mejor del mundo, es Luka Modric. Ni más ni menos. (O)