Todavía recuerdo cómo brillaban los ojos del profesor Zieger cuando nos animaba a reflexionar sobre Prometeo, ese ser mítico, divino, titánico que tenía una debilidad: amar a los seres humanos. Tanto los amaba que un día robó el fuego (privilegio de los dioses) para regalárselo a la humanidad, liberándola así de las tinieblas. Gracias a ese fuego los humanos lograron dominar a las bestias y los metales, vencer la oscuridad, el frío, el hambre. Pero el fuego de Prometeo era más: era la luz del conocimiento, era un pedazo de cielo, de ese cielo que los humanos (y solo ellos entre los seres que poblaban la Tierra) podían mirar al elevar la vista. El profesor alemán citaba a Platón, y todos enmudecíamos de asombro ante la imagen de los seres humanos de hoy y siempre alzando los ojos al cielo en un movimiento tan sencillo como maravilloso. Con los pies en la tierra, finitos y sin alas, nos basta elevar la mirada para encontrarnos cara a cara con el universo infinito.

Entre el cielo y la tierra, pues, así vivimos los seres humanos. Soñamos que somos divinidad y carne, estamos hechos de ilusiones y realidades. A veces andamos cabizbajos, con los ojos cosidos al suelo o enceguecidos por luces artificiales. Indiferentes al sol, la luna y las estrellas, rumiamos obsesivamente todos los males que nos agobian, cuya lista puede resultar infinita: ahora mismo, la pandemia, el peligro de una invasión de Rusia a Ucrania (y la guerra que esto desencadenaría), las masacres carcelarias en Ecuador, los refugiados de Medio Oriente congelándose en campamentos improvisados en las fronteras europeas mientras que los desplazados por la pobreza y el crimen de Latinoamérica se juegan su suerte en la frontera estadounidense, los que viven del turismo en todo el mundo y llevan meses sin trabajo, los que han visto quebrar sus negocios durante las restricciones de corona, los niños y mujeres maltratados en sus propios hogares, los tiroteos escolares en los Estados Unidos que se han vuelto tan comunes que han dejado de escandalizarnos aunque sean niños y adolescentes los que mueren víctimas de una legislación absurda, los carteles de drogas, amos y señores de este mundo... Arrastrar los ojos sobre los males de la humanidad solo nos lleva a la desesperanza o al cinismo. Pero nuestra mirada es poderosa, capaz de saltar de arriba abajo, percibir la tierra sin olvidar el cielo (la sonrisa de nuestros hijos, la perfección de un atardecer, el aroma del café caliente y las galletas navideñas recién horneadas), observar el cielo sin olvidar la tierra.

La luz es la protagonista de la Navidad cristiana: la estrella de Belén, las cuatro velas de Adviento, las luces del árbol. También la Hanukkah judía gira en torno al fuego: ocho velas que se van encendiendo, una cada noche durante ocho días. Y el Diwali (festival de las luces) es la celebración más importante de uno de los países más poblados del mundo: la India. Son lenguajes distintos para recordar y celebrar lo mismo: que somos divinos y humanos, seres de luz y tinieblas, finitos e infinitos, reales y mágicos: con los pies en la tierra, nuestros ojos reflejan el fuego de las estrellas. (O)