He pasado un mes viajando a merced de amigos y parientes que me han recibido con el corazón lleno de bondad y en la mesa del desayuno abundante tigrillo. Me conmueve esa capacidad humana para la hospitalidad, tierno y poderoso vínculo entre conocidos o extraños. Los huéspedes solían traer noticias de lugares remotos, distracción de la rutina, algunas historias, quizá algún obsequio. Hospeda uno en su casa o su país (el hogar colectivo de un pueblo), recibe al visitante con una sonrisa y los brazos abiertos. En Quito y Guayaquil me acogieron así en locales, museos, centros culturales y casas de amigos y parientes, con esa calidez entrañable que una cree idealizar de lejos pero que resulta asombrosamente real también de cerca.
En los EE. UU. la policía migratoria, en cambio, me recibió tal y como lo temía: con desprecio. Los dos oficiales que tuve el gusto de conocer de ida y de vuelta me ofuscaron con preguntas y comentarios absurdos e irrespetuosos. Dada su posición de poder, no pude defender mi dignidad y tuve que aceptar que me trataran cual criminal al notar que mi pasaporte no era azul como el de mi hija. En ese país tan desafortunado me encontré con gente preocupada y generosa y otra apática y grosera, como muchos empleados en patios de comidas sin la esperanza de propinas que redondearan su miserable sueldo.
Pero sobran las nubes negras en el cielo y no me pondré yo a llover sobre mojado. Aún brilla el sol, sobrevive, resiste en el ser y actuar de tantos seres hermosos con los que me topé en mi viaje al Ecuador. Saciaron mi hambre de ceviche, corviche y cazuela. Coronaron los festines con milhojas, helados e higos con queso. Bailamos, hablamos de libros, rezamos por el retorno a la empatía. Cantamos cumbias con mi sobrina, bajamos al río con mi tía, hicimos yoga con mi hermana bajo el sol de Quito del cual hay que protegerse ya no solo con crema y sombrero, sino hasta con paraguas. Mi abuela y tía abuela me contaron historias de nuestros antepasados, mi hija montó una moto-dragón por el centro comercial mientras yo me aprovisionaba de Tangos de choco-menta, ají de maní y aguacate y otras delicias descubiertas en esta visita.
He regresado a mi casa en Alemania con los olores de casas ajenas adheridos a mi ropa: sus detergentes y jabones, sus perros y gatos, sus plantas y comidas. No era mía la máquina de café con la que batallé de madrugada hasta lograr que saciara mi vicio para poder empezar a escribir. No eran mías las cobijas que me abrigaban ni las toallas que me secaban ni la taza con el nombre de mi sobrino de la que me apropié por capricho. Si en mitad de la noche debía ir al baño daba tumbos en la oscuridad por misteriosos caminos. No eran mis llaves las que abrían puertas ajenas ni míos los carros en que me paseaban para llenarme de recuerdos con los cuales sobrevivir a mi regreso a esta casa mía en Leipzig, casa que nunca se sentirá tan mía a consecuencia de ese apego incurable que me hace seguir llamando al Ecuador “mi país”. Y es quizá la culpa de todas esas personas que me reciben con sonrisas y se despiden con lágrimas mientras repiten: “Ya sabes que esta será siempre tu casa”. (O)