Era la segunda Navidad para Dani, quien tenía entonces año y medio de edad. La casa de mis padres, donde el numeroso clan celebraba comúnmente las fiestas, estaba llena de gente. Los adultos conversaban animados y bebían una copa de rompope, mientras los niños cantaban los tradicionales villancicos. Después de la cena, abuelos, tíos, primos y nietos se ubicaron cerca del árbol, adornado con hermosas guirnaldas. Papá Noel estaba por llegar y nadie quería perderse el reparto de regalos. Ese año me tocaba la dirección ejecutiva del evento y el cargo incluía asegurarme de que el papá de Dani se disfrazara adecuadamente del personaje. A la hora prevista, Papá Noel apareció con varias almohadas empanzadas bajo el traje; peluca, bigote y barba blancos; gorro rojo y el infaltable “jo-jo-jo”. Los niños estaban encantados y respiré aliviada. De pronto, Dani se le plantó enfrente y desde sus 70 cm de altura le espetó en su lengua mocha: “No Papanoé”. Los primitos se miraban desconcertados y los adultos me hacían gestos de callar al niño. Al insistirle, suplicante, que se trataba de Noel en ‘presencia personalísima’, Dani se le acercó más, levantó la basta derecha del pantalón y repitió: “No Papanoé. Zapatos papá”. Argumento irrebatible.

Mi hermana Glenda, ahora de 64 años, siempre ha sido traviesa. De niña rebuscaba mis cosas hasta encontrar algo con qué gastarme una broma. Un 31 de diciembre, hará unos diez años, me expresó, atribulada: “Necesito revelarte un secreto. Te confieso que, en las navidades de nuestra infancia, me apropié de los regalos que eran para ti. De madrugada, los abría un poquito y me gustaban más los tuyos, así que cambiaba las tarjetas y ponía tu nombre en los míos”. Conteniendo la risa, le aseguré que la perdonaba. Poco después, en otra reunión familiar, comenté la forma en que mi hermana había burlado por años el sistema de vigilancia para la correcta entrega de obsequios. Cuál nuestra sorpresa cuando mamá aseguró, muy divertida: “La vi haciéndolo una noche, así que cada Navidad ponía tu nombre en sus regalos, anticipando que ella los cambiaría. Finalmente recibían los presentes asignados a cada una”.

El mejor regalo que recibí fue en la Navidad de mis 12 años. Desperté el 25 de diciembre tempranito y al pie de mi cama había dos grandes cartones con libros, lo cual me hizo muy feliz. ¡Los libros serían solo míos, no de la biblioteca familiar o escolar! Podría hacer dibujitos en las esquinas, resaltar frases o ideas importantes, escribir comentarios en los márgenes y hasta convertirme en una de las protagonistas. Autores como L. M. Alcott, E. de Amicis, A. Dumas, C. Dickens, A. Frank, A. de Saint-Exupéry y J. Verne me abrirían la puerta hacia un mundo de acontecimientos alumbrados en palabras; un lugar colorido, inesperado, temerario y romántico; todo a la vez, en el cual quise habitar de inmediato.

Seguramente muchos lectores también han sentido esa suerte de enamoramiento con los libros. Lo intuyo por sus amables e interesantes comentarios sobre mis artículos. Se los agradezco, emocionada, deseándoles un venturoso 2022, pleno de aprendizajes, abrazos y logros. (O)