Venero a un hombre a quien los dioses dieron “las palabras y la noche”, es decir, hizo fluir su verbo escrito pero perdió, paulatinamente, la vista. Aceptó con reciedumbre ser visto, convertirse en el centro de las miradas, mientras los rostros y los objetos perdían sus rasgos y todo se le iba convirtiendo en un telón amarillo. Debe de haber vivido, me digo yo, mientras observo su rostro impasible plasmado en infinidad de fotografías, más libremente porque se sabía pero no se veía mirado.
Estas líneas vienen a cuento de reparar en la mecánica de la visibilidad. Por una parte, los sectores que han carecido de puesto social porque la vida ha aparentado su no existencia a base de mirar para otro lado, luchan por ser percibidos y reconocidos; por otra, el pasar inadvertidos produce descanso y alivio. La muchedumbre puede ser un refugio, el grupo un escudo, el escuadrón genera sensación de compañerismo, aunque quien nos roza el codo sea un completo desconocido.
Todos pasamos por la etapa del espejo: los ojos de los demás nos reflejaban para bien o para mal. Le huíamos a nuestra imagen porque estábamos insatisfechos con ella o caímos en el encantamiento de descubrir qué era lo que a otros les resultaba atractivo. Pocas veces coincidía nuestra mirada con la ajena: quedarnos tranquilos frente al reflejo es señal de madurez. Aunque hoy la cosmética y el esteticismo personal nos convenzan de que podemos retrasar la vejez, el engaño dura poco. La mirada de admiración se convertirá en mirada benévola.
Quien le haga demasiado caso al golpe visual de los demás, se esclaviza, pierde seguridad, cae en abismos de ansiedad. Los deportistas de los actuales Juegos Olímpicos lo llaman “presión”, buena cuenta da la prensa de los bloques que cargan sobre sus espaldas los que son acosados por la adhesión de fanáticos que se sienten traicionados si su ídolo falla. Absurdos de la visibilidad. Pasión consumidora de la mirada que fagocita a sus elegidos, los eleva a cumbres de humanidad, aunque sea pasajeramente.
Nos miran. Siempre hay alguien que repara en rasgos del cuerpo, en prendas de vestir, en gestos de expresión cotidiana. Y luego de la mirada viene la calificación o el rechazo. Las redes sociales han soltado –iba a decir la lengua– los dedos tecleadores del común de los mortales que ejerce de juez, premia o castiga. Mirada y palabras juntas son bombas destructoras. El “no estoy de acuerdo” no es una opinión sino un dictamen. Y viene de tan atrás la educación que nos previene de estar en los ojos de otros, que se enseñaba en el catecismo –y se lo dibujaba dentro de un triángulo– que el ojo de Dios nos alcanzaría en cualquier parte.
Apelo a la atención de la gente cuando es hora de abrir ojos y oídos, pero de manera selectiva, a la avalancha de información y puntos de vista que van recogiendo la historia. Dueños de la verdad única no existen. Las teorías aparecen como versiones hasta que una nueva las posterga. Los argumentos convencen hasta que una reciente construcción de ideas parezca más sólida. Sin embargo, el desprendimiento de lo visible –el rastreamiento del mar, la búsqueda del horizonte, la vaguedad de las nubes– luce como un descanso plácido. ¿Acaso Borges no habrá buceado, feliz, dentro de sí, cuando se sumergió en las sombras? (O