El magnífico centro histórico de Quito se salvó de la destrucción por una feliz desgracia. En el siglo XX la llegada de la modernidad en otros países de América Latina hizo estragos sustituyendo la huella de la historia por la impronta del progreso. Eso no pasó aquí, porque hasta los años setenta la Sierra vivía en tal pobreza que no se derrocaban las edificaciones antiguas, pues no había medios para sustituirlas. Esta situación, que en ese entonces causaba tristeza y hasta vergüenza, fue vista como una oportunidad por unos pocos visionarios que se preocuparon de concientizar a la población sobre el valor de su patrimonio y de establecer marcos legales e institucionales que facilitaron el proceso. Eso sucedió con el centro histórico, pero hasta allí llegó.

En el resto de la ciudad las cosas no han funcionado. Es más fácil convencer a la gente para conservar edificios de tres siglos que de cincuenta años y medidas equivocadas son un bumerán que se vuelve contra los propósitos mismos de las políticas de preservación. Un ejemplo de ello es el barrio La Mariscal, medio siglo atrás era el corazón vibrante de la ciudad, hoy es una zona tugurizada y fea. ¿Dónde estuvo el problema? En que los propietarios de inmuebles patrimoniados o patrimoniables en cualquier zona de la ciudad no tienen el menor estímulo para conservarlos. Si heredaste un bien con ese estatus, hazte a un lado porque solo tienes problemas. De allí que muchos optaron por descuidarlos a tal punto de que se vinieron al suelo... con frecuencia con una ayudita, “¡ay, se me cayó!”. Otros aprovecharon los espacios alrededor del edificio para instalar estructuras precarias en las que funcionan sórdidas cervecerías o burdeles. En todo caso tenemos una zona roja insegura a todas horas.

Se pueden amontonar los ejemplos para demostrar los contraproducentes efectos de regulaciones restrictivas y represivas para la conservación de los patrimonios nacionales. Tales políticas, probablemente inconstitucionales, tienen un trasfondo antiético: imponen obligaciones sin una compensación correspondiente. Si se fuerza a los propietarios a cumplir disposiciones que repercutirán negativamente en su economía, a cambio de nada, lo más probable es que se evitará cumplir con tal exigencia, esto es entendible y éticamente legítimo. Al producirse esta resistencia colapsan los intentos de conservación. ¿Qué hacer para obviar este problema? Dar incentivos a los propietarios de los bienes patrimonializados. Debe haber una significativa ventaja tributaria para los inmuebles mantenidos de acuerdo con normas estandarizadas, estas no pueden ser ni demasiado severas ni complicadas, de lo contrario no hemos avanzado nada. Hacen falta créditos blandos para emprendimientos basados en los bienes patrimoniados y asesoría técnica para llevarlos a cabo. Entre los funcionarios debe haber inspectores, pero sobre todo ha de haber promotores y asesores para el aprovechamiento creativo del patrimonio. Y en general hay que generar un entorno de opinión favorable a quienes sacrifican las utilidades inmediatas en pos de proyectos de largo plazo favorables a la cultura e identidad colectiva. (O)