Habiendo remontado de manera espectacular de un segundo puesto en la primera vuelta electoral hasta obtener una holgada mayoría del 53 por ciento del electorado en la segunda vuelta, Lasso marcó el fin del régimen correísta que se había prolongado por más de una década. Fue un régimen dominado por una organización delincuencial que destruyó la debilitada institucionalidad de nuestro país, robó miles de millones de dólares, inyectó en la sociedad ecuatoriana la cultura del cinismo, provocó el ascenso de un ejército de nuevos ricos forjados gracias no a sus méritos, sino a sus vínculos con la mafia gobernante. Es por ello que la elección de Lasso despertó enormes expectativas, ello a pesar de que los desafíos que le esperaban –y que aún lo esperan– fueron y son enormes, casi gigantescos. Luego de un régimen que detentó un poder dictatorial por más tiempo del que estuvo el nazismo en Alemania, el país se terminó acostumbrando a que todas las soluciones de nuestros males dependen de una sola persona. Sin embargo, poner en orden la economía que quedó devastada por un desorden fiscal jamás experimentado, cambiar el modelo de socialismo parasitario a uno de economía social de mercado, restituir el respeto por la independencia de los poderes del Estado, sentar las bases de un crecimiento sostenido, todo ello y más, no es tan sencillo como muchos creen cómodamente. A veces nos olvidamos de que a estas alturas, al primer año de gobierno, con escasas e importantes excepciones, la mayoría de los presidentes de las últimas décadas han presentado su primer informe a la nación bañados de escándalos de corrupción ocurridos en su entorno a los pocos meses de iniciar sus gestiones y que presagiaban una debacle ética para los siguientes años. Desde el negociado de la carretera Méndez-Morona, con la que el gobierno de Febres-Cordero inauguró una cadena impresionante de abusos de los fondos públicos, hasta la escena de un ministro de Estado comiéndose los cheques de las coimas con las que Correa inició su etapa delincuencial, el país tiene ahora un contraste significativo que la oposición jamás va a reconocer. Tan pronto como Lasso llegó al poder, él comenzó a sentir en carne propia una de las taras más visibles de nuestro sistema político: que quienes pierden las elecciones presidenciales pretenden que el que las gana gobierne no con el plan de trabajo que él propuso al electorado, sino con el plan de los perdedores. A esta paradoja contribuye, sin duda, el hecho de que los legisladores en el Ecuador sean elegidos en la primera vuelta electoral, lo que facilita enormemente el oportunismo político y la fragmentación. Pero hay también otros factores. Lamentablemente nuestra dirigencia política, de izquierda o de derecha, no ve en la democracia un sistema de consensos sino de bloqueos, no un régimen de las leyes, sino uno en el que ellos se enriquecen por encima de ellas.

Mucho es lo que aún le queda a Lasso por delante. Pero él no es el único a quien debemos exigirle cuentas. Solo para poner un ejemplo, en más de un año el suspendido presidente de la Corte Nacional ha sido incapaz de solicitar la extradición del exdictador Correa. Y en un año la Asamblea ha sido incapaz de aprobar el proyecto de ley de la libertad de expresión que le fuera enviado. (O)