Aunque todas las sociedades tienen leyes en las que resaltan la importancia de la vida, el respeto por los derechos y el amor por la paz, la historia nos muestra que, en circunstancias particulares, se despiertan comportamientos siniestros, como genocidios, venganzas y repugnancia hacia otro ser humano, sea por su color de piel, creencia religiosa, condición sexual, preferencia política u otro aspecto, que, en condiciones normales, nos parecería una locura.

Y es una locura, concretamente una psicopatía social, cuando militar en una organización, partido o grupo obnubila el pensamiento y baña a sus integrantes de combustibles emocionales de odio y desprecio hacia quienes no piensan como ellos. Cuando el militar en un grupo sirve para justificar la violencia hacia otro ser humano, es necesario reflexionar si tal agrupación contribuirá al bien común o fortalecerá la mezquindad hacia quienes piensan diferente e incluso hacia los miembros más débiles de su propia organización.

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Los elementos citados en los párrafos anteriores fueron abordados en el libro titulado Prisioneros del odio, escrito por Aaron Beck, libro que me permito recomendar.

Beck afirma que todos podemos caer presos de la dinámica de un grupo, de sus preceptos y creencia y deshumanizar al otro.

Entre los elementos de análisis, Beck afirma que todos podemos caer presos de la dinámica de un grupo, de sus preceptos y creencia y deshumanizar al otro. Para que los miembros de un grupo sean convencidos de actuar contra otra persona, quien ejerce la autoridad moral presenta una explicación contundente que despierta el “asco” hacia otro. El asco es una emoción ancestral que tenemos cada ser humano y se aplica al identificar a un factor externo que puede dañarnos. Según Beck, los discursos de odio en sus diversas versiones (odio al que piensa o milita en un partido diferente, al que es de otro equipo deportivo, al que tiene otra religión, etcétera) se levanta al usar metáforas que asocian al diferente con los vectores que causan asco. Como consecuencia se producen dos consecuencias. Por un lado, se insensibiliza a las personas respecto al sufrimiento de otra persona y, por otro lado, se despierta el convencimiento de que hay que deshacerse de quienes resultan incómodos.

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Cuando las tensiones sociales se agrandan, como en el caso de las crisis de los centros de rehabilitación social en Ecuador, corremos el peligro de que discursos cargados de asco, odio y violencia encuentren eco en diversos espacios y en lugar de contribuir a la sanación y la búsqueda de soluciones compartidas, el problema social se agrave. Pues todo acto de odio produce una contraofensiva y el círculo de violencia se profundiza.

Afortunadamente, los estudios de Beck concluyen en que es posible detener el odio, si se colocan sobre la mesa los elementos de interés en disputa y se acuerda proteger la vida, reconciliar situaciones y reconstruir acuerdos, incluso aquellos que podrían ser impensables. Un ejemplo de aquello fue que en 1933, la ley que liberalizó el alcohol en Estados Unidos puso fin a la violencia y el negocio ilegal. Esto último será tema para una próxima reflexión. (O)