Hasta hace poco, la “seguridad jurídica” era un tema importante, asunto de graves reflexiones y de innumerables debates. Comenzó como preocupación académica y se convirtió en materia de conversaciones comunes, de argumentación fácil y alegatos simplistas. Casi todo el mundo hablaba de seguridad jurídica. Y asomaron los expertos.

La recurrencia y la vulgarización de la frase contribuyeron a devaluar el asunto. Nadie tomó medidas, y el tema no pasó del discurso y el suspiro. Mientras tanto, la saturación de leyes, la mediocridad legislativa, las contradicciones normativas y el alegre ejercicio de las potestades de la burocracia, contribuyeron a impulsar la inseguridad jurídica hasta niveles impredecibles, a tal punto de que el país se convirtió en lo que es hoy: una “república de confusiones”, donde prosperan los talentos para vender facilidades, y las habilidades para sortear disparates.

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Ahora, a casi nadie le interesa la famosa seguridad jurídica. Nos hemos habituado a vivir entre escollos, y la incertidumbre legal ya no sorprende, porque, además, llegó como torbellino la otra inseguridad, la personal, la que tiene que ver con la sobrevivencia. Lo mismo pasó con las “instituciones”, a nadie le importa y casi nadie entiende en qué consiste semejante noción. Las instituciones son membretes, palabrejas sin sentido, nociones atropelladas en cada entrevista y en todos los discursos, y tan degradadas como la ley y el principio de autoridad. ¿Instituciones, a quién le importan tan ilustres personajes?

Nos hemos quedado, pues, con la trágica compañía de la inseguridad personal, con el temor que crece, con el desconcierto que nos abruma, con la temible certeza de que cada noticiario será el testimonio de que no hay Estado, de que la autoridad es palabra vacía; de que no tenemos amparo de nuestros derechos y que no podemos contar con la legalidad; que estamos inermes, mirando la quiebra de un país y la indolencia de quienes siguen haciendo discursos y ofreciendo soluciones mágicas.

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El que teníamos, el de la isla de paz, ahora es el país de las quimeras. La confianza es miedo. Las ilusiones, pura nostalgia. Los emprendimientos, proyectos sin porvenir. La legalidad, un mamotreto. La autoridad, una noción sin sentido. La política, un mecanismo para repartir el poder y mofarse de los ilusos. Y la democracia, un moribundo.

(...) se cae el país que no supimos ni entender ni defender, mientras prosperan las declaraciones inocuas de un gobierno inútil.

La paradoja que vivimos es dramática: se cae el país que no supimos ni entender ni defender, mientras prosperan las declaraciones inocuas de un gobierno inútil.

Entre la trágica noticia de la barbarie y los asesinatos, irrumpe el estruendo de la campaña; entre el llanto y los testimonios de la miseria y el dolor que agobia a tanta gente, llegan los decretos, los sondeos, los discursos y las promesas de los redentores de todos los colores.

La inseguridad y el miedo quizá impidan pensar. Pero sí hay que indignarse por la indolencia y la ineptitud. Ojalá la indignación nos permita recuperar la capacidad de sorprendernos y de comprometernos, y la vocación para buscar la verdad entre tanta humareda y desconcierto. (O)