Imágenes en vivo nos mostraron una ceremonia con un fuerte componente militar. Los reyes europeos acuden a los más importantes eventos con uniforme de general. Estos usos se remontan a los orígenes mismos del sistema monárquico, que proviene de la imposición por la fuerza del gobierno de una casta extraña. Todos los Estados, directa o indirectamente, tienen un origen similar. El caudillo de la banda atacante deviene en rey y sus mejores tropas, los notables, se convertirán en la respectiva nobleza. Este esquema vale tanto si los atacados fueron pequeñas comunidades con estructura tribal, como si se lo hicieron contra Estados ya constituidos, cuyos soberanos y nobles son remplazados por los invasores. No vayamos lejos buscando ejemplos: en los Andes la conquista inca, primero, y luego la española abundan en características que ilustran estos conceptos y todos sus matices. En el Ecuador los incas establecieron a sangre (Yahuarcocha) y fuego (Quito) una monarquía que avasalló a las comunidades del archipiélago andino. El prexistente “reino de Quito” es un mito creado para justificar la existencia de Estados posteriores, ni siquiera hubo ciudades grandes, no obstante, se había desarrollado una cultura muy refinada. El Estado ecuatoriano es sucesor del incanato, de la corona española y quizá de la dictadura bolivariana.

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La monarquía es el sistema político original, atávico, cuya genealogía se remonta directamente al dominio del macho alfa en las manadas de mamíferos, particularmente entre las especies de primates, el orden zoológico al que pertenecemos. Estos animales tienden a vivir en pequeños grupos, siendo raros y discutibles los ejemplos que no tienen este comportamiento gregario. La figura del patriarca, padre poderoso, bajo cuya protección se tranquiliza el instinto de rebaño, ha sido el tipo político preferido por la inmensa mayoría de la humanidad. De los pequeños patriarcas tribales este papel pasará a los reyes de los Estados y se mantiene con una mutación sólo dimensional en las dictaduras modernas, que son monarquías por donde se las vea, por mucho que se llamen “repúblicas” e incluso “repúblicas democráticas”.

Aun en las repúblicas propiamente dichas, la figura del macho alfa todavía es un arquetipo que pesa fuertemente en nuestro entendimiento del mundo, por eso se nombra un jefe de gobierno o de Estado cuyo papel es ser guía, dominador y proveedor. De allí la amplia preferencia que se tiene por los caudillos impositivos, determinados y dadivosos. Quizá en estos relictos simiescos esté la explicación de expresiones de nuestra cultura política que en su torpe simpleza demuestran la persistencia de lo primitivo, tales como “bien está que robe si hace obra” o “autoridad que no abusa pierde su prestigio”. Son caricaturas, pero nada hay más serio que lo que se dice en chiste. Y, sin duda, ese mismo espíritu está agazapado en los fastos de la realeza, cuyo derroche es bien visto y hasta bienvenido por las multitudes, que se emocionan llegando a las lágrimas en los ritos regios. Hasta el propio columnista cede a sus debilidades específicas y se conmueve viendo a Kate Middleton en su tenida de princesa. (O)