En estos momentos extremos, la necesidad de un estadista se torna clamorosa. Pero ¿tiene este país idea de lo que significa ser un estadista? Me temo que no, que hace mucho tiempo nos hemos acostumbrado a que la lucidez política termine convirtiéndose en una mera referencia, como si acaso nunca hubiese existido en el pasado. Cuidado, este no es un mal exclusivo del Ecuador, se extiende en todas partes a tal punto de que se sostiene que ya no hay “políticos de raza”, y como señalaba un periodista argentino, “no hay vocaciones de estadista o suelos propios de trascender dejando a la sociedad un legado digno de ser respetado”. En otras palabras, ya no existe la pasión de quien quiera “devolvernos una sociedad digna de ser habitada”.

No desperdicie el voto

El presidente precoz

Hay que tener claro que el estadista, en su concepción clásica, no está desprovisto de defectos, y qué mejor ejemplo que Winston Churchill. Pero ¿cómo diferenciar a un estadista de un simple gobernante? Ricardo Márquez, periodista mejicano, nos da ideas muy precisas para diferenciarlos; su argumento es que a diferencia de los estadistas, la posición política del simple gobernante se reduce a dirigir las riendas del poder como si se tratara de un gran espectáculo que debe entretener, siendo su principal motivación el poder por el poder y la manera de conservarlo. El estadista, en cambio, se atreve a tomar decisiones trascendentes que van más allá del cálculo de las próximas elecciones, con el convencimiento de que sí es posible cambiar el destino de su nación, a lo que se suma la idea de que el estadista no miente, se atreve a decir la verdad, por cruda que sea, a su pueblo.

Para poner de alguna manera en práctica la figura del estadista, quizás valdría la pena tratar de rescatar el recuerdo de estadistas que hayan dirigido las riendas de este país en los últimos 20 años, por ejemplo, y casi con certeza es posible sostener que en ese lapso el Ecuador no ha contado con estadistas, siendo su ausencia notoria. Si nos remontamos a lustros anteriores, el recuerdo de León Febres-Cordero, Rodrigo Borja, Sixto Durán-Ballén y Gustavo Noboa puede satisfacer a algunos y contrariar a otros, siendo la opinión de los historiadores muy pareja al evaluar a Galo Plaza Lasso, quien fue presidente de nuestro país entre 1948 y 1952. Plaza, un convencido liberal, consideraba necesario dar impulso y energía a los postulados esenciales del liberalismo e imprimirles una dirección firme hacia la justicia social. Impulsó un modelo político con “fe en la técnica, la planificación y la cooperación internacional, el aprovechamiento de los recursos institucionales, fomento a la iniciativa privada de la mano de una activa participación del Estado”.

¿Debería tener el país expectativa de que el ganador de las próximas elecciones presidenciales termine convirtiéndose en un estadista? Bueno, la esperanza es lo último que se pierde, más allá de que estoy convencido de que el pueblo que elige tiene también su responsabilidad al terminar votando por candidatos que ni siquiera tienen idea de lo que significa ser estadista. Pero como se dice, en política todo es posible y en estos tiempos de tanta oscuridad, no es mala idea aferrarse a una ilusión. (O)