“Mi mamá, aventurera como ella sola, nos llevaba en tren desde Riobamba a la Costa en el fabuloso recorrido por la Nariz del Diablo. Mis mejores lecciones de geografía ecuatoriana las recibí a bordo del tren. Recuerdo cada curva del camino, cada río y puente, cada estación y sus características comidas que se servían en hojas de plátano. Jugábamos a memorizar los nombres de las estaciones y a distinguir la vegetación que iba cambiando poco a poco en la bajada de la cordillera. El viaje culminaba al llegar al río, en la gabarra que nos llevaba al otro lado donde nos esperaba el amado tío Virgilio y su enorme sonrisa”, así recuerda Paulina su infancia y despierta en mí la nostalgia de ese Ecuador al que ya no llegué. Yo nací en el Ecuador de rieles abandonados y vagones corroídos. Fui testigo de una corta y costosa resurrección turística que terminó en una nueva muerte. Nunca olvidaré esa mañana brumosa de 2019 cuando bebí por última vez el paisaje andino desde la ventana del tren que abordamos en Chimbacalle, bolón de verde y café en mano. Ascendió al Cotopaxi resoplando entre los pinos y nos depositó en medio del páramo, ante la mirada inolvidable de las llamas que pastan en su reino de las alturas. Al regreso nos detuvimos en un pueblo donde comimos locro, compramos artesanías y vimos un espectáculo de danza andina. Al final nos invitaron a bailar y yo, que no puedo negarme a un buen baile, quedé inmortalizada en la cámara de mi tía política, quien a su regreso a Estados Unidos me usó de ejemplo para ilustrar sus maravillosas vacaciones en Ecuador.

Maravillosas, sí, pero son también épicas y trágicas las historias de la construcción y destrucción del ferrocarril ecuatoriano. En 1872 el presidente García Moreno le escribe al general Salazar: “Principa ya a sentirse en Europa la aproximación de la crisis de que antes le he hablado a Ud., y debido a esto se nos ha hecho imposible conseguir el empréstito con que contábamos para comprar rieles para nuestro proyectado ferrocarril. No por esto me desaliento: Dios nos ha de dar los medios de llevar a cabo esta gran obra. Escribo a Flores y a MacCellan para que consigan empresarios en Estados Unidos”. No sé si fue Dios o la determinación de este visionario, lo cierto es que antes de ser asesinado logró terminar más de 40 km de vías ferroviarias y nos legó un proyecto sólido basado en evaluación de rutas y estudios técnicos. Eloy Alfaro continuó el ambicioso plan heredado de su archienemigo y acabaría por llevarse el crédito. Aquello que ambos líderes construyeron con tanto esfuerzo para el progreso del país lo echaría a perder una larga lista de incompetentes. Como anota Roberto Aguilar: “Mientras Rafael Correa gastó 368,8 millones de dólares para rehabilitar 506,7 km de vías férreas, el gobierno de Colombia invirtió apenas 60,27 millones para recuperar tres rutas”. Más de mil kilómetros que Colombia aprovecha para transportar acero, pulpa de papel, café, pasajeros. Obviamente recuperaron la inversión con creces mientras que Ferrocarriles del Ecuador sumó 144 millones en pérdidas entre 2012 y 2020. Sueños oxidados, rieles abandonados, vagones desaparecidos… ¿por qué hemos perdido el tren? (O)