La imagen última y magnífica de Tenochtitlan, tal como fue antes de su destrucción, es quizá uno de los regalos imperecederos que arroja Un día cualquiera (Planeta, 2021), la novela del escritor ecuatoriano Carlos Arcos Cabrera. En realidad es un testimonio, construido desde el rigor diáfano de la ficción, sobre una época definitiva de la historia: el ascenso de España como potencia hegemónica y teocrática, la sanguinaria invasión de América, y los primeros años del Quito colonial, diseñado a sangre y fuego, así como violentamente reprimido en la Rebelión de las Alcabalas. Tantos años y sucesos reconstruye Arcos Cabrera, de la mano de Francisco y Diego de Arcos, sus personajes, acaso destellos de lo que un día fue el mundo, la piedad, la atrocidad y la resignación.

Parte fundamental de la historia de América tiene que ver con los marranos: los judíos conversos que, para evitar ser quemados en las hogueras del Santo Oficio, subieron desesperados a las carabelas que viajaban hacia el nuevo mundo, con el deseo de borrar su pasado e iniciar de nuevo. Luego vino el oro, que todo lo puede, como pensaban Cortés y sus lugartenientes. Fueron los bendecidos exploradores que pudieron ver, como si de presenciar un milagro se tratara, la imagen de la ciudad de Moctezuma, flotando entre el agua y el cielo. Paradoja de la historia: fueron también los destinados a destruirla. Una ciudad de colosal infraestructura, con puentes, avenidas y acueductos. Política y socialmente organizada, con sus más de doscientos mil habitantes. Una capital imperial vuelta ruinas por los pobladores de rurales y precarias comarcas españolas, que cayó el trágico 13 de agosto de 1521.

Un poemario contra el olvido y la impunidad

En esta novela, sin embargo, no hay buenos ni malos, sino el devenir complejo y doloroso de la historia humana, que en el caso de este proceso, funde étnicas, culturas, lenguas y espiritualidades. De algún modo nos hace testigos a los lectores del nacimiento del mestizaje y nos presenta, de modo primigenio, la estructura en la que se edificará el ethos barroco del que hablaba Bolívar Echeverría. Sin embargo, es literatura, pura y dura, descarnada y lúcida. Es una novela sobre el ser humano, sus dogmas, su fanatismo, su capacidad ilimitada de vivir la ambición y la compasión. Así como sobre el hecho de que toda persona es una hoja en el viento. Y ese viento es la historia del mundo y, consecuentemente, del poder que lo ordena. Un día cualquiera ese poder llega a nuestras manos y, otro día, lo padecemos. Con o sin poder, al final solo queda “el impasible apagarse de los días”.

En exposición constante

La historia de la literatura suele ser el cúmulo de intentos por recrear algo que se perdió para siempre.

En cuanto a su aproximación a la historia, esta novela no deja de ser profundamente benjamineana, del Walter Benjamín, quien sabía que todo documento de civilización es, a la vez, un documento de barbarie, y que la única manera de conocer a una persona es amarla sin esperanza. Y así aparece Quito, no el milenario que surgió en los Andes, sino el que nace con la cédula real de Carlos V y la espada ensangrentada de Sebastián de Belalzácar. Ciudad espectadora del asesinato del Virrey Blasco Núñez Vela en la Batalla de Iñaquito, por defender las leyes nuevas, que abolían la encomienda y planteaban mejores condiciones para los indígenas de la América española. Años después, ciudad asediada por Pedro de Harana, el pacificador de la sublevación por las alcabalas, que terminaría asesinando a gran parte de la élite quiteña.

La historia de la literatura suele ser el cúmulo de intentos por recrear algo que se perdió para siempre. Dice Arcos Cabrera sobre los últimos días de Montezuma: “El brillo de sus ojos había desaparecido y su voz había dejado de ser la de un rey y se parecía más a la de un hombre que sabe que ha perdido algo valioso y que no lo recuperará”. Tal vez Un día cualquiera es la historia de toda vida, desde las accidentales y arbitrarias vicisitudes de la juventud, hasta el irremediable aliento final. Como la historia de Diego de Arcos: marrano, conquistador o expedicionario, así como encomendero y regidor perpetuo, asesinado en Quito, un Domingo de Ramos, por oponerse a los nuevos impuestos. Había sido uno de los últimos testigos del violento encuentro de dos mundos. Pero todo está destinado a desaparecer y a constituir un vacío o un silencio en la memoria. (O)