Releer un libro cincuenta años después de la primera vez es una lección de humildad. Entre las cosas que más sobrestiman las personas está su memoria, siempre sabemos menos de lo que creemos. Conservo mi ejemplar de 1971, entonces pensaba que sabía todo, ahora sé menos. Qué pena no poder leer griego, ¿por qué no lo hice?, sí se habría podido. El redescubrimiento del poema homérico este verano se hizo enriquecedor gracias a una nueva edición con ilustrativas notas y en un lenguaje claro, que incluso a ratos se pone prosaico como llamar ‘Disputa’ a la diosa que siempre conocí como Discordia.

Homero existió en algún momento, probablemente hacia el siglo VIII a. C., evidentemente fue un recopilador de historias tradicionales sobre hechos de un milenio antes. Si se llamaba así, si dictó o escribió, si era o no ciego, son cuestiones secundarias, el hecho es que se trata de la obra de un autor determinado con estilo muy determinado, a despecho de alguna intrusión apócrifa. Y eso justamente demostraría que no es el mismo ‘Homero’ que produjo la Odisea, un texto literariamente mucho más avanzado. Las interrogantes sobre la autoría y circunstancias en las que se compusieron los poemas homéricos son muchas y han merecido centenares si no miles de tratados. Vamos a referirnos a solo una de ellas, el ‘cuando’, de acuerdo con la arqueología y la exégesis de la tradición, la guerra de Troya, hecho central de las obras de Homero, podría haber ocurrido entre el siglo XI y el siglo XV a. C. Pero todas las pruebas permiten establecer que las obras se escribieron al menos quinientos años después.

La Ilíada tiene, con respecto a la Odisea, un estilo mucho más bronco y descarnado, sus personajes son más planos. Lo que más me ha llamado la atención es el desaforado salvajismo de los protagonistas. Matan al que es y al que no es, roban, saquean, vandalizan, violan y raptan mujeres. El poeta parece justificar esas atrocidades como legítimos actos de guerra. Me gustaría ver una Ilíada en versión cinematográfica de Quentin Tarantino, el único que se me ocurre podría retratar una pequeña porción del baño de sangre que constituye esta historia, llena de cráneos reventados, miembros amputados y entrañas esparcidas. Los hechos propiamente bélicos son descritos con ferocidad, la lucha con espadas se resuelve en toscos tajos, nada parecido a la esgrima, el uso de arco y flecha parece cobarde y afeminado, y cuando todo esto falla se recurre directamente a las piedras. También nos choca el papel reservado a las mujeres, cuyo aprecio por ellas, por parte de estos héroes, parece superar en poco al que sienten por los vacunos y no exceder al que tienen por los caballos. Son objeto de venta, trueque o robo no importando en todos estos intercambios para nada su opinión. ¿Quiso el poeta con estos excesos dar a la obra un aire intencionadamente arcaico, cercano a lo que él creía habían sido los antiguos? Porque hacía el siglo V a. C. los griegos habían desarrollado métodos más limpios. O podemos pensar que la guerra siempre es un hecho brutal, al que la técnica reviste de un orden que no busca hacerla más humana, sino darle mayor eficacia para matar. (O)