Jorge Mario Bergoglio nos cautivó desde el inicio, al elegir un nombre que no había sido usado nunca y, más allá de honrar al santo de Asís por su renuncia radical al lujo y riquezas, pudo elegir otros que también le significaban algo, como, por ejemplo, ponerse Clemente XV y vengarse de Clemente XIV, quien disolvió la Compañía de Jesús como organización religiosa y los despojó de sus bienes.
Él fue un jesuita bien formado, sabía que la reforma debía empezar por poner a la periferia en primer lugar, y para ello, necesitaría un espíritu sólido, capaz de diferenciar las voces internas, un espíritu empapado de la alegría de sentirse constructor el reino aquí, en esta tierra, en este planeta, en este siglo, lo haría sin miedo y con esa alegría indestructible que brota de la certeza de estar en comunión con el Padre. Formado en espíritu, como diría el primer general, Ignacio.
Consciente de que los obstáculos los tendría dentro de la Iglesia, no deja de recordarles que, básicamente, es apóstol misionero, y su misión es caminar con, caminar junto a; y advierte que “hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día”. Acompañar, hacer sentir presencia. Por eso la Iglesia en salida al encuentro con la gente moldeada por efectos culturales y sociales diversos, en donde se hace necesario armonizar con el Evangelio, no imponerlo; y, solo así, reconociendo la dignidad humana, los creyentes podrían estar libres de aquella ideología individual y relativista que es “aquella en la se actúa como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran.” Es decir, no somos el centro del mundo, somos un todo.
Francisco, incansablemente, incluyó a los otros, a las otras, a todos, todos. Levantó su protesta ante todo lo que sea contradictorio al Evangelio. Nada más contradictorio que la condición tradicional para comulgar.
Resulta difícil imaginarse a Jesús en la última cena diciendo a sus amigos: “a ver, chicos, hagan fila para comer de mi pan los confesados y puros”. ¡Inimaginable! No solo porque no hubiera cenado nadie, sino porque Jesús vino a proponer un amor insondable y se brinda sin condición, no una ley en piedra que golpea, y el papa Francisco llegó a recordarnos eso.
El pensamiento del Papa Francisco
No excluyó a nadie en nada. “A pesar de ser una iglesia de pecadores, Jesús nos invita a ser santos de bluejean, en la calle, en la cotidianidad con los otros”, dijo. La gente lloraba emocionada, los altares de la santidad y el mismo papa se colocaban accesibles en la calle. Ser santos era asunto de todos, todos.
Cuando leo sobre la incomodidad que generó Francisco, que ferozmente se exhibe en las redes sociales, pienso en una canción que dice: “¿Te molesta mi amor? Mi amor sin antifaz y mi amor es un arte de paz, mi amor es mi extensa morada, mi amor es mi espacio sin fin, mi amor no precisa fronteras. Mi amor no es amor de mercado, porque un amor sangrado, no es un amor de lucrar”. Francisco no hizo otra cosa que recordarnos el amor de Dios, y eso molestó a quienes quieren venderlo. (O)