Las bombas de estruendo atronaron por fin el cielo del Capwell, en silencio durante dos años, apenas animado por el ruido del martillo y de las grúas. Los fuegos de artificio dieron luz a esa gigantesca criatura hecha de cemento y pasión. Valió la pena. El hincha, esa crecida masa azul, se encontró con un coloso moderno, pleno de luz y grandiosidad, y sintió el orgullo de la casa propia, esa casa a la que puede invitar a quien sea: no quedará mal.