Con un austero funeral como fue su voluntad. Con el cuerpo en un sencillo ataúd de madera, sin coros ni música de órganos, el papa Francisco fue sepultado hace unas horas en Roma. Su huella queda indeleble en la historia del cristianismo por su calidez espiritual, su sencillez y su palabra con la que predicó por los pobres, la familia y la inclusión. Sus encíclicas, ensayos, sermones y entrevistas son un himno al amor entre los seres humanos y la paz universal.
Su elección en 2013 provocó asombro en todo el planeta: era hispanohablante, sudamericano y su conducta se mostró, desde el inicio, muy alejada del ambiente acartonado y rígido de la curia romana. Lo más extraño fue que era un papa que hablaba de fútbol y aconsejaba a los jóvenes el respeto a la memoria y a la lectura con un lenguaje sencillo y fervoroso. Les pedía cultivar “una real sensibilidad histórica, una clara familiaridad con la dimensión histórica propia del ser humano”. Y proclamó una sentencia que ojalá sea asimilada en nuestro medio: “Nadie puede saber verdaderamente quién es y qué pretende ser mañana sin nutrir el vínculo que lo une con las generaciones que lo preceden”.
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Y agregó: “Los recuerdos hay que rememorarlos sin cansarnos ni anestesiarnos. Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. Hay que educar a los jóvenes en la correcta investigación de las fuentes, para convertir el aprendizaje en pasión y compromiso. Estamos hablando de estudio, no de parloteo, de lecturas superficiales, del ‘cortar y pegar’ de resúmenes de internet”.
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En un medio como el nuestro en que supuestos “periodistas” declaran con orgullo que nunca han leído un libro y que aconsejan dejar la ilustración en manos del celular, Francisco tuvo un consejo distinto: “Con frecuencia, entre el aburrimiento de las vacaciones, el calor y la soledad de los barrios desolados, encontrar un buen libro de lectura llega a ser como un oasis que nos aleja de otras actividades que no nos hacen bien (…) Puede ser que esa lectura consiga abrir en nosotros nuevos espacios de interiorización que eviten que nos encerremos en esas anómalas ideas obsesivas que nos acechan irremediablemente (…) Desde un punto de vista pragmático, muchos científicos sostienen que el hábito de la lectura produce efectos muy positivos en la vida de la persona; la ayuda a adquirir un vocabulario más amplio y, por consiguiente, a desarrollar diversos aspectos de su inteligencia. También estimula la imaginación y la creatividad. Al mismo tiempo, esto permite aprender a expresar los propios relatos de una manera más rica. Además, mejora la capacidad de concentración, reduce los niveles de deterioro cognitivo, calma el estrés y la ansiedad”.
Un pontífice futbolero, partidario entusiasta de un equipo y socio de un club de su país, constituyó la más grande sorpresa. Recibió a los más famosos astros del balompié, aceptó obsequios de camisetas y balones autografiados y, desafiando las rigideces curiales, instaló en una habitación de la residencia papal un museo donde predominaban los colores de San Lorenzo de Almagro.
¿Cómo nació en Jorge Bergoglio su afición por el balón? Primero, era argentino del barrio de Boedo. Eso bastaría para responder la pregunta, pero es mejor apelar a su testimonio en un libro titulado La esperanza: autobiografía: “En el barrio de Boedo, no muy lejos de la casa de mis abuelos maternos, el azulgrana del San Lorenzo de Almagro era la tonalidad más familiar: sus colores tenían las calles, ondeaban en los balcones, enmarcaban las ventanas. En la sociedad polideportiva fundada a principios de siglo por un sacerdote salesiano que también tenía orígenes piamonteses, el padre Lorenzo Massa, cuyos colores eran el rojo y el azul del velo de María Auxiliadora”.
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Así relata sus primeros contactos con un balón: “Me gustó jugar al fútbol, daba igual que no fuera muy bueno. En Buenos Aires, a los que eran como yo los llamaban “pata dura”. Algo así como tener dos pies izquierdos. Pero jugaba. A menudo hacía de portero, una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentarse a los problemas; puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tienes que tratar de detenerla. Como en la vida”.
Y continúa: Vi casi todos los partidos en casa del campeonato de 1946, que ganaríamos pocos días antes de que yo cumpliera 10 años, y, más de setenta años después, tengo presente a aquel equipo como si fuera ayer: Blazina, Vanzini, Basso, Zubieta, Greco, Colombo, Imbelloni, Farro, Martino, Silva… Los diez magníficos. Y luego… Luego estaba Pontoni. René Alejandro Pontoni, el delantero centro, el goleador del San Lorenzo, el que arrastraba el Ciclón, mi preferido. Chutaba con el derecho y con el izquierdo casi indistintamente, era hábil en los regates, creativo, potente en los cabezazos, acrobático en las chilenas. Podía marcar goles de todas las maneras, y de todas las maneras se los vi marcar (..) A ver si hacen un gol como Pontoni…, dije en el encuentro con las selecciones de Argentina e Italia, capitaneadas por Messi y Buffón, con ocasión de un partido amistoso que se jugó al poco de que me nombraran papa. Los muchachos sonrieron algo perplejos, probablemente no sabían a quién me refería, pero yo tenía aquel tanto —aquel tac, tac, tac, gol— grabado en la mente, como muchas otras cosas que capta la mirada de un niño, cuando los ojos son una esponja, y permanecen para siempre”.
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Su narración prosigue: “Siempre iba con mi padre y mis hermanos Óscar y Alberto a ver jugar al San Lorenzo en el Viejo Gasómetro, el estadio cuna de los “cuervos”, como nos apodaban los aficionados rivales a causa de la sotana negra de los salesianos. Era un fútbol romántico, para familias, las peores palabras que podían oírse en las gradas eran “vendido”, “desgraciado” y poco más.
Hay tanto que rememorar de este querido personaje que hoy descansa en la gloria divina. En una parte de su libro trae al recuerdo una anécdota: “Un gran escritor latinoamericano, Eduardo Galeano, cuenta que un día un periodista le preguntó a la teóloga protestante Dorothee Sölle: “¿Cómo le explicaría a un niño qué es la felicidad?”. “No se lo explicaría —respondió ella—, le daría una pelota para que jugara”. No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz. Y jugar hace feliz, porque a través del juego puede expresarse la propia libertad, competir de manera divertida o, simplemente, vivir la afición… Porque puede perseguirse un sueño sin que uno deba convertirse forzosamente en campeón”.
Que la lección que se deriva de esta anécdota sea aprendida por profesores de las divisiones formativas en nuestro fútbol y en todos los deportes, por dirigentes de los clubes y, de modo especial, por padres de niños y jóvenes que quieren hacer de sus hijos unos “campeones”. (O)