La noche danesa se cubrió de luces, las estrellas brillaron como nunca y las bengalas y fuegos de artificio surcaban el aire. Todo adquirió un tono festivo. Jóvenes, niños, abuelos, hasta circunspectos matrimonios, tal vez él ingeniero y ella profesora, salieron a las plazas a sumarse a ese inopinado pero maravilloso festejo nacional. La bandera de Dinamarca había flameado en lo alto del estadio Ullevi, en Gotemburgo, en señal de triunfo. Para dimensionarlo: Dinamarca es un pañuelo, entra cuatro veces en Uruguay, pero el pequeño país con un hijo grandote -Groenlandia- acababa de dar un golpe monumental en la Eurocopa de 1992 y la euforia desbordaba a los cinco millones de daneses. La selección color tomate había vencido 2-0 en la final a la Alemania campeona del mundo y levantaba la copa. Una conquista única, por la forma increíble en que se dio y porque Dinamarca no ganó otro torneo así, ni antes ni después en su historia futbolera.