La muerte de Juan Ramón Bruja Verón, leyenda de Estudiantes de La Plata y del fútbol argentino, trajo a la memoria de quienes respetamos la historia y rendimos culto a los recuerdos un hecho que quedó un poco olvidado por la algarabía que produjo en todo el mundo futbolero la victoria de Barcelona ante el multilaureado Estudiantes de La Plata, acabando con el invicto del estadio platense.

Son muchas las aristas destacables de ese triunfo que el diario El Día de La Plata calificó de hazaña, pero la que ha supervivido hasta hoy es la del gol de la victoria en el que participaron dos de las más grandes figuras de nuestro fútbol: Jorge Bolaños y Alberto Spencer, para dejar el puntillazo final a Juan Manuel Basurko, delantero español que, entre otras curiosidades, era sacerdote y párroco de una iglesia. La prensa argentina, que se había burlado de Barcelona calificándolo de “equipo de tercera categoría”, terminó por reconocer la legitimidad del triunfo y publicó encendidos elogios para el campeón oro y grana. La victoria fue en semifinales, no en fase de grupos como sostiene un enemigo jurado de la historia y la inteligencia.

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¡Un gol marcado por un cura que dividía su tiempo entre sermones y taponazos venció al tricampeón de América y excampeón mundial de clubes! Este singular episodio ha vencido al tiempo. El gol de Basurko elevándole sutilmente el esférico al Bambi Flores es, más de medio siglo después, el más recordado de la historia de la Copa Libertadores. Y el triunfo de Barcelona en La Plata es uno de los capítulos que aún se recuerdan en crónicas recientes, especialmente al producirse el deceso de Basurko.

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Hay un episodio sobre el que se ha escrito poco, pero que fue fundamental en el logro de la Hazaña de La Plata: el papel cumplido por el marcador derecho Walter Cárdenas sobre el delantero más peligroso y goleador del conjunto rojiblanco: Juan Ramón Bruja Verón, quien falleció hace pocos días y el periodismo lo ha recordado en crónicas que destacan su papel en el Estudiantes de Oswaldo Zubeldía.

Juan Ramón Verón, fallecido exfutbolista. Foto: Archivo

La falta de lecturas y su alergia a la historia hacen que bisoños comentaristas nieguen el significado del triunfo de La Plata. Seguro ignoran que Estudiantes era, por aquel entonces, el equipo hegemónico de Sudamérica, habiendo conseguido alzar las tres anteriores ediciones de la Copa Libertadores, concretamente las correspondientes a 1968, 1969 y 1970. Gesta que por aquel entonces, la de ser tricampeón de forma consecutiva, marcaba un hito único en el fútbol hispanoamericano y que posteriormente solo sería superado por el Club Atlético Independiente de Avellaneda, con cuatro trofeos seguidos. Era un conjunto caracterizado por su fútbol práctico y organizado, su seriedad en defensa y su contundencia tajante arriba. Contaba con jugadores de la talla de Pachamé o Verón, y con la contundencia expeditiva atrás del zaguero Aguirre Suárez, un impiadoso que quebraba todo lo que pasaba por delante.

Estudiantes era un equipo rocoso que jugaba al filo del reglamento. Lo importante para Zubeldía y sus hombres era ganar, aunque debieran exprimir las reglas, golpeando o simulando faltas, quemando tiempo hasta la exasperación. Los que han estudiado el sistema de Estudiantes están de acuerdo en que el fútbol solo estaba en los botines de Raúl Madero o Juan Ramón Verón. Los demás eran robots digitados por Zubeldía. Nadie recuerda un partido memorable en que el espectáculo estuviera por sobre las tácticas antifútbol.

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Verón era por sí solo una función aparte. Veloz, inteligente, driblador, puso muchos de los goles que sirvieron para ganar partidos importantes. El genial Roberto Fontanarrosa, en una brillante reseña que hizo sobre los grandes equipos del fútbol argentino, puso la lupa en ese Estudiantes y en la Bruja Verón: “Donde estaba él, parecía terminar la táctica y comenzar la imaginación o el acaso. Tal vez menos táctico que los demás, quizás menos estratega, pero con una imagen algo menos intensa o atenta que compañeros como, por caso, Bilardo (siempre gritando, ordenando y gesticulando, envuelto en una leyenda negra de alfileres y otras maldades). Verón solía despertar, de pronto, para definir un partido imposible. De un arranque eléctrico y una gambeta rara y zigzagueante, podía, como los personajes de los dibujos animados, estirar la mano y traer de fuera de cuadro una jugada espectacular y definitoria. Pero no para convertir el cuarto gol de una goleada fácil o para describir una gambeta canchera frente a marcadores que ya han perdido las ganas, la fe y hasta las ansias de vivir. Sino para hacer el gol de la victoria o empatar el partido que parecía inalcanzable”. Fue un gol suyo ante el Manchester United de Bobby Charlton el que le dio el 1968 el título intercontinental.

Nuestro Barcelona contaba con una de las formaciones más celebradas de su historia centenaria. Luis Alayón y Jorge Phoyú eran los arqueros, pero sobresalían la eficacia y elegancia de su línea defensiva: Walter Cárdenas, Vicente Lecaro, Édison Saldivia y Luciano Macías. Cárdenas era volante, pero la ausencia de Alfonso Quijano hizo que el brasileño Otto Vieira le confiara durante todos los partidos de la Copa el neutralizar al alero izquierdo rival. Lo hizo con clase ante sus rivales de Emelec, Deportivo Cali y Junior de Barranquilla.

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Barcelona fue el primer equipo nacional en llegar a semifinales de la Libertadores y uno de sus adversarios era el campeón vigente, Estudiantes. Los argentinos, en el partido más feo que yo recuerde, venció a Barcelona en el Modelo. Ahora debía jugarse la revancha en el estadio de La Plata, en el que los argentinos estaban invictos. Cárdenas tenía el papel complicado: debía neutralizar el único rival que de verdad jugaba al fútbol: Juan Ramón Verón. El guayaquileño era joven, fibroso y difícil de superar por físico o por fútbol. En una de las tantas jornadas en el parque de Flushing con ese bello grupo que hoy ha desintegrado la vida o la muerte, alguien preguntó a Walter qué consigna había recibido en la charla técnica: “Usted es más jugador que él, anticípelo, no lo deje coger cómodo el balón” fueron las palabras de Otto Vieira. ¿Qué sentiste antes del partido? fue otra pregunta. “Nada especial. Sabía que debía hacerle sentir la marca y lo hice. Verón advirtió que no lo iba a respetar por más fama que tuviera. No le di un centímetro de libertad. La barra argentina alentaba cuando me enfrentaba, esperando que me desbordara o me hiciera un túnel, pero le gané todos los duelos. Al final me miraba resignado y la gente me aplaudía a mí”.

Walter Cárdenas, salido de las filas de Caupolicán, aquel semillero hoy desaparecido que dio tantas estrellas al deporte guayaquileño, no está ya con nosotros. Quedó el recuerdo de un estupendo amigo que dejó una huella muy profunda en su familia, en los grupos que frecuentó en Guayaquil y Nueva York y en una multitud oro y grana que recuerda sus grandes momentos en defensa de la divisa del Ídolo del Astillero. (O)