Barcelona Sporting Club vive hoy uno de los momentos más emotivos de su historia, tan cercana al centenario. Deberá disputar la final del campeonato nacional de 2022 gracias a lo que hizo en la rueda inicial, lo que le dio reglamentariamente ese derecho al clasificarse primero. Su rival será Aucas –de sorprendente y exitosa campaña- o Universidad Católica.

El ídolo del Astillero no pasa por un buen rato. Se ha mostrado poco efectivo en la segunda etapa. Carece de eficacia en lo colectivo y no cuenta con individualidades que hagan la diferencia en los instantes decisivos. Tampoco muestra aquello que lo convirtió en el favorito del público desde 1947: el espíritu combativo que le permitía convertir en victoria lo que se suponía era una derrota; la “garra”, como llamaban sus hinchas a la entrega y el fervor de sus hombres que pagaban en sacrificio, brío, empuje y energía el honor de vestir una camiseta gloriosa. Así cayeron grandes rivales del país y del extranjero.

Sus futbolistas hacían vibrar a la hinchada no solo por la muestra, casi siempre heroica en el rectángulo verde, sino también por exhibir gran calidad. Todo ello lo hizo a Barcelona el favorito en todos los rincones del país y más allá de nuestras fronteras; en cualquier lugar del planeta donde viviera un ecuatoriano. Todo lo relatado hace que la esperanza no muera, pese al pesimismo que una parte de su hinchada siente al ver el accionar de un plantel de muy altos sueldos donde muy pocos descuentan lo que cobran y muestran escaso compromiso profesional. Pero como me decía un amigo: “Barcelona es Barcelona, y ante la perspectiva de título, el equipo se crece”. ¿Será verdad esto en el equipo de hoy?

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El símbolo de esa bandera oro y grana, ondeante y enhiesta, jamás arreada en los 90 minutos de juego, fue siempre su capitán, el líder que impulsaba su tropa hacia la victoria y prendía la llama sagrada cuando todo parecía perdido. Aquel del discurso lleno de vigor antes de salir a la cancha, el que no permitía los desfallecimientos, el del grito que obraba como vitamina para el alma cuando alguno de sus compañeros sentía que las piernas no daban más, pero que resucitaba ante la fiera mirada de su caudillo.

Barcelona nació en 1925 en el corazón del populoso barrio del Astillero. Lo fundaron un grupo de muchachos que hacían esquina en Eloy Alfaro (calle Industria, en ese tiempo) y Francisco de Marcos, en los bajos de la Escuela Modelo. Tuvieron el apoyo de varios comerciantes catalanes que les facilitaron sus sedes para reunirse y compraron la tela para los uniformes que fueron cosidos por la señora madre de los jóvenes jugadores Pombar Castillo. Entrenaban a las cinco de la mañana en el entonces lejano estadio de Puerto Duarte, levantado en la sabana oeste de la ciudad, al pie de un estero donde llegaban las canoas corvineras.

Hasta las cercanías de esa cancha de tierra llegaban en el balde de un camión que manejaba uno de sus jugadores: Jacinto (Chinto) Ramírez. Luego atravesaban a pie un trecho casi selvático para llegar al estadio. Fueron subcampeones de la serie B y en 1926 ya estaban en la primera categoría.

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Frente a equipos experimentados hicieron buenas campañas al mando de su primer gran capitán: el mítico Manuel Gallo Ronco Murillo Moya. Tenía una gran talla, jugaba de centro medio y fama de ser el mejor puñete de Guayaquil. Era muy tranquilo y caballeroso, a menos que lo provocaran. Sus rivales evitaban esto porque sabían que con Gallo Ronco no había mañoserías o triquiñuelas. Como defensa central estaba Carlos Sangster, campeón de boxeo que ganó dos títulos en una misma noche, en dos categorías distintas, en finales disputadas en el Teatro Parisiana. Con Barcelona -entonces- la cosa era seria. Cuando un rival revoleaba bruscamente a un jugador de Barcelona, sabía que la próxima vez iba a encontrarse con Murillo y la batalla estaba perdida.

Manuel ‘Gallo Ronco’ Murillo (d), en 1926. Foto: Cortesía

Murillo Moya impuso la regla de lo que había que tener para ser capitán barcelonés. No era el mejor dotado futbolísticamente, pero su bravura lo convirtió en símbolo, cuyo ejemplo pasó a la historia. Años después Alejandro Scopelli, gran futbolista argentino de antaño y célebre entrenador, puso en palabras una definición que parecía haber sido inspirada en el emblema del Astillero: “Un gran capitán no debe ser un muñeco perfecto, con cuerda, accionado por imitación, sino un ser humano que vibre, piense y tiemble. Un ser que al entrar a un campo de juego sienta respeto por el público, pasión por sus colores, cariño por sus compañeros y exacta noción de sumisión”.

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Más de 20 años después del retiro de Gallo Ronco Murillo surgió otro gran capitán: Fausto Montalván Triviño. Llegó de Vinces a estudiar al Vicente Rocafuerte. Fue integrante de la selección del otrora gran plantel y le dieron la capitanía. Valiente, pródigo en su papel de volante, no nació en cuna del Astillero. Fichó en las filas juveniles del Panamá, con el que fue campeón invicto en cinco temporadas. Formó en la más brillante generación de futbolistas jóvenes que se recuerde. En 1945 lo llevaron a Barcelona y un año después los hermanos Muñoz Medina lo convencieron de pasar al elenco torero.

Tenía tal ascendiente sobre sus excompañeros panamitos que convenció a Enrique Romo, Galo Solís, Jorge y Enrique Cantos, José Pelusa Vargas, Manuel Valle y otros cracks juveniles para unirse a Barcelona. Con ellos se plantó la semilla de la que brotó el árbol frondoso y gigante de la idolatría, un hecho de raíces deportivas, sociales y políticas que no podrá ser igualada. Montalván jugaba de volante junto al inmenso Jorge Cantos. Era el conductor espiritual del equipo. Corría toda la cancha, era el auxilio de todos, defensas y delanteros. Sus gritos recomponían al equipo y levantaban a los que decaían.

Era también leal, digno, educado y distinguido. Le quedó eso hasta su muerte, a los 93 años. Su corazón se detuvo cuando, sentado en un sillón, miraba por televisión un partido de Barcelona con Católica.

Luciano Macías alza los brazos en señal de victoria en el estadio de Estudiantes, el 29 de abril de 1971. Era el capitán de Barcelona. Foto: Archivo

El otro capitán histórico fue Luciano Macías. Jugó 20 temporadas con la divisa gloriosa. Debutó en 1953 y aún viven miles que lo recuerdan. Era otro líder nato. Su carácter, su valor y entereza los traía en la sangre desde su Ancón natal. Jugó en el Argentina, equipo de las ligas de novatos patrocinado por un prócer del Astillero: Rigoberto Pan de dulce Aguirre. Él lo llevó a Barcelona juvenil y de allí dio el salto a primera. No admitía pausa en sus compañeros; los incitaba a la aventura, a ir para adelante, a superar todos los obstáculos. Nunca su camiseta terminaba seca, se encharcaba de sudor como si lo hubiera azotado un tsunami. Pepe Peña, periodista argentino que laboró en El Gráfico, definió así a Alfredo Di Stéfano: “No suda los campos de juego, los riega con su sangre”. Póngalo a Macías como otro destinatario de esa frase. No se equivocará nunca. (O)

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