Uruguay inventó un adjetivo: Maracanazo. Tiene dos acepciones: una para identificar su inmortal victoria sobre Brasil en el Mundial del 50. Otra, para reflejar un triunfo sorprendente, totalmente inesperado, para darle a un batacazo una dimensión colosal. Desde entonces hacia acá, todo éxito “imposible” es un Maracanazo. No son tantos. Dinamarca dio un Maracanazo en la Eurocopa de Suecia 1992. Ni siquiera estaba clasificado, entró por la sanción a Yugoslavia y se alzó el laurel. Cienciano dio otro en la Sudamericana 2003 venciendo a River. Once Caldas, en la Libertadores 2004 ante Boca. Grecia, campeón de Europa 2004 en Portugal derrotando dos veces… a Portugal, la segunda en la final. Independiente, campeón 1977 ganando el partido decisivo contra Talleres, jugando con ocho hombres, de visitante y teniendo que ir a buscar el gol que le diera el título.

No obstante, se comete con frecuencia un error de juicio: aquello fue una gesta uruguaya, sin duda, pero no era en absoluto imposible. Al contrario, Uruguay era más equipo que Brasil. Y un fútbol más laureado y potente. Para 1950, los Celestes ya eran bicampeones olímpicos, campeones mundiales y reunían ocho Copas América. Brasil apenas tenía tres de estas últimas. Se habló -y se habla todavía- como de un hecho sobrenatural, que no podía suceder. Pero la lógica indicaba que podían ganar los Celestes. Argentina, la superpotencia de los años 40, campeona de América en 1941-45-46-47, estaba enemistada con la Confederación Brasileña y desistió del torneo. Tal panorama dejaba a Brasil como ultrafavorito. Era local y venía de ganar la Copa América diez meses antes, jugando como una aplanadora: venció en hilera a Ecuador 9-1, a Bolivia 10-1, a Colombia 5-0, a Perú 7-1, a Uruguay 5 a 1 y, en el último juego, a Paraguay 7-1. Tal antecedente creó un clima de triunfalismo exacerbado. Todo ese viento a favor estaba rodeado por la esperada inauguración del Maracaná, el estadio más grande y moderno del mundo. La prensa, subida también al carro del exitismo, se veía desatada en los elogios. Se fue juntando todo.

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Ese torbellino de ansias y felicidad aumentó porque el rival del último choque era Uruguay y, como siempre sucede con Uruguay, la gente lo analiza mirando el mapa. Lo ve chiquito, con tres millones de habitantes y lo minimiza. Uruguay entra 48 veces en Brasil y, en ese momento, tenía 2,2 millones de habitantes contra 54 del coloso amazónico. Para aumentar las desproporciones, Brasil llegaba al duelo tras haber goleado 7 a 1 a Suecia y 6-1 a España con un juego preciosista y las figuras monumentales de Zizinho, Ademir, Jair, Chico, en tanto que la Celeste había igualado trabajosamente con España a 2 y vencido agónicamente a Suecia 3 a 2. Encima, con el empate era campeón Brasil. En toda esa montaña de euforia desbordada hubo un olvido en el que nadie reparó: el carácter de los uruguayos. Que ganaron 2 a 1 con autoridad.

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Sin embargo, el suceso más increíble de la historia tuvo lugar en el Mundial 54. Con un agregado: nunca un éxito deportivo tuvo tanta incidencia en la vida de un país. Nueve años después de la Segunda Guerra Mundial, aunque dividida en tres, Alemania volvía a los mundiales. Por primera vez participaba como Alemania Federal, sin la parte oriental, la comunista República Democrática Alemana, y sin el Estado del Sarre, por entonces Protectorado del Sarre, bajo dominación francesa. Incluso por la eliminatoria debieron enfrentarse en Alemania Federal y el Sarre pese a que eran la misma nación. Era una Alemania que representaba el 69,65 % de su territorio actual. El germano no era hasta ahí un fútbol considerable en Europa. Italia, Inglaterra, Francia, hasta España estaban por encima. Y, por supuesto, la fabulosa Hungría, campeona olímpica en 1952 y que en el 53 sacudiera al mundo con su 6 a 3 a la selección inglesa en Wembley.

Alemania estaba vetada de participar del fútbol internacional. Como repudio a los crímenes cometidos durante el conflicto bélico, la FIFA la desafilió, no pudo participar del Mundial de 1950. Fueron ocho años sin actividad. Los futbolistas germanos no eran conocidos al llegar a Suiza y nadie apostaba un céntimo por ellos. Una posible coronación germana entraba en el terreno de la ciencia ficción. No obstante, en el debut ganaron cómodamente 4-1 a Turquía, en ese tiempo un fútbol mínimo. En segundo turno debieron enfrentar al mejor equipo del mundo, la Hungría de los Magyares Mágicos, con Puskas, Kocsis, Bozsik, Czibor, Hidegkuti y toda la troupe. Fue un resultado catástrofe: Hungría goleó 8 a 3. Pero Sepp Herberger, DT de la Mannschaft, como un ajedrecista aventajado, había estudiado varias jugadas posteriores. Puso un equipo suplente para no ganar el grupo. Más tarde lo explicó: “Tuvimos que perder contra Hungría para evitar a los campeones mundiales uruguayos y a los subcampeones brasileños. Con la autorización del presidente de la Federación Alemana envié al campo a ocho hombres que habitualmente no jugaban o jugaban poco”.

Fue genial. Al perder, Alemania debió jugar un partido más que Hungría, un desempate ante Turquía (volvió a ganarle, esta vez 7 a 1), pero eso obligó a los húngaros a enfrentar dos cruentas batallas ante Uruguay y Brasil. Vencieron a ambos, mas quedaron desgastados. Y con Brasil se produjo la mayor batahola de la historia de las Copas del Mundo. Hubo tres expulsados, golpes de puño y una trifulca monumental camino a los vestuarios. Hasta botellazos se arrojaron.

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El genio del Danubio, Ferenc Puskas, se ahorró los dos choques porque la tarde del 8 a 3 el defensa alemán Werner Liebrich le propinó una terrible patada en el tobillo que lo mandó al hospital y lo mantuvo lesionado dos semanas. Volvió para la final, en la que se reencontró con su verdugo. Nuevamente se verían las caras Hungría y Alemania para decidir el título. Después de aquella salvaje goleada nadie imaginaba otra cosa que la victoria húngara. Alemania, una fuerza menor, debía enfrentar al equipo que catorce días antes le había metido ocho. Y sucedió lo increíble… Apenas había comenzado la final en Berna y a los ocho minutos ya ganaba Hungría 2 a 0. ¿Cuántos más le haría…? ¿Seis, siete…?

Aquella Alemania contaba con hombres de buena madera y un espíritu de acero. A los 10 minutos descontó Max Morlock y a los 18, el magnífico Helmut Rahn puso el empate. Allí comenzó otro partido, más parejo. Y Alemania demostró las virtudes que lo elevarían al grado de potencia. Se debatió palmo a palmo. Sí, Hungría era tremendamente superior en calidad y le creó infinidad de situaciones de gol (Puskas falló dos mano a mano y un remate desde el borde del área impropios de él). Pero los predecesores de Beckenbauer se defendieron con ardor y faltando 6 minutos Rahn recibió en el área, esquivó a un par de rivales y sacó un zurdazo bajo y esquinado que el arquero Grosics no pudo detener.

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Parecía un cuento, pero era real, Alemania se había impuesto 3 a 2. Es sin duda el mayor batacazo de la historia de los mundiales. Muy superior al Maracanazo de Uruguay, pues en la célebre final de 1950 había una diferencia: Uruguay era más equipo que Brasil. Puesto por puesto, ninguna discusión. Brasil no tenía un Obdulio Varela, un Schiaffino, un Gigghia, un Schubert Gambetta, un Míguez, un Matías González, gente de un temperamento excepcional y también enorme calidad. (O)