Como en Sur, el tango inmortal de Homero Manzi, la muerte hizo renacer en el adiós definitivo y eterno los nombres señeros de tres personajes del deporte guayaquileño. En menos de una semana, la “mueca siniestra de la suerte” (¿o de la muerte?), como dice la letra de Sus ojos se cerraron, nos privó de su compañía y de su ejemplo. Pasaron de pronto a ser solo el recuerdo de una época de triunfos que refulgen en medio de la miseria que azota al deporte guayaquileño, a despecho de la publicidad interesada que gastan los dineros en embadurnar con pintura estadios y coliseos que un día ya lejano albergaron a multitudes para aplaudir a campeones –que hicieron de Guayaquil la “capital deportiva del Ecuador”– y que hoy sirven como discotecas o templos para la prédica embaucadora de milagreros, ajenos a toda idea del deporte.

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Aquel nombre ‘Federación Deportiva del Guayas’ se emparentaba con la gloria. Cuánta grandeza albergó desde 1922, cuando la crearon grandes dirigentes que se distinguían por su amor al deporte y su indiscutida honorabilidad. Manuel Seminario Sáenz de Tejada fue el pionero, y tras él ocuparon los puestos directivos Guillermo Roca Boloña, Efraín Suárez Alvarado, Agustín Febres-Cordero Tyler, Armando Pareja Coronel, Augusto Jijón Terán y, más cerca en el tiempo, Voltaire Paladines Polo, Juvenal Sáenz Gil, Alberto Vallarino Benítez, César Muñoz Vicuña, Sabino Hernández Martínez, Gustavo Mateus Ayluardo, Samuel Ubilla Norero, Antonio Lanata Llaguno y muchos más. Era menester llevar en el espíritu un emblema de prosapia cívico-deportiva similar a los caballeros del renacimiento para ser dirigente de Fedeguayas. Uno de aquellos ejemplos vivificantes fue César Gamarra Acayturri, quien falleció hace muy pocos días. Lo conocí muy de cerca y compartí con él muchos afanes deportivos. Lo vi por los años 50 practicar el básquet en Emelec en el viejo coliseo Huancavilca. Cuando dio paso a jugadores más jóvenes, se convirtió en exitoso dirigente eléctrico y formó grandes equipos, en los que destacaban William Phillips, Pepe Carbo, Omar Quintana, Pepe Villacreces y Antonio Cueva.

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César fue vicepresidente de Fedeguayas durante el mandato de Sabino Hernández y en 1972 fue elegido presidente de la entidad, en la que dejó una estela de victorias en los Juegos Nacionales de 1974 en Quito y 1976 en Guayaquil.

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Le tocó presidir los festejos del cincuentenario de Fedeguayas, celebrados a lo grande, como correspondía a la institución que había brindado la totalidad de los triunfos internacionales del deporte ecuatoriano. Fue César Gamarra un hombre sencillo, pese a su gran dimensión humana y dirigencial. Su deceso ha llenado de nostalgia a quienes supimos apreciar su enorme valor como conductor de procesos victoriosos, hoy que Fedeguayas es nada porque el deporte guayaquileño y el de las ligas cantonales dejó de existir.

Max Blum (i), como dirigente, con los gimnastas Pedro Rendón, Alfredo Mancilla, Abel Rendón, Jorge Portalanza y Leonidas Parrales (d), antes del selectivo para los Panamericanos de 1967. Foto: Archivo

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César mantuvo e hizo crecer el renombre y la celebridad del nuestro deporte ahora difunto, en una época en que no había asignaciones estatales y los dirigentes ponían de su bolsillo los recursos para que se practicara más de una veintena de deportes. Hoy llegan de las arcas del Estado millones de dólares que se gastan, aunque no hay torneos como los de mayores de antaño. En los escenarios vacíos de lo que se conoce solo se gasta en brocha, pintura y mucha propaganda.

No habían pasado 24 horas de la triste noticia de la muerte de César Gamarra cuando las redes sociales me hicieron llegar la noticia del sensible óbito de Augusto Betancourth Santos, un basquetbolista mágico a quien no olvidaremos los que vivimos las emociones de los campeonatos intercolegiales, también desaparecidos, y los que lo vimos en jornadas memorables defendiendo la divisa de nuestro querido Colegio Nacional Vicente Rocafuerte y la del Everest.

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Augusto era pequeño de estatura y frágil, pero de una vivacidad que solo vimos antes en Pío Sandiford y Miguel Cuchivive Castillo. Cuando ingresé al Vicente Rocafuerte, en 1954, iba en las tardes a ver los entrenamientos de las selecciones colegiales de fútbol y básquet, y me deslumbraba la movilidad y las centelleantes entradas al aro de Augusto Betancourth. Esa década del 50 fue maravillosa para la historia deportiva vicentina. En básquet la selección nuestra era inderrotable. Fui al Huancavilca al intercolegial de 1954 y me senté con la barra vicentina, que comandaban Elmo Cura Suárez y Julio Evans, un moreno bajito al que apodaban Van Johnson, como el pelirrojo actor de Hollywood.

Fue una selección memorable, digna sucesora de aquellas que un día integraron Juvenal Sáenz, Benigno Cruz, Colón Alvarado, Rubén Barreiro, José Capobianco, Alfonso Aguirre Lewis y, más adelante, Guido Celestino, Alberto Andrade, Gonzalo Cevallos, Teófilo Lama, Alejando Ríos y Carlos Pan de Huevo Aguirre. Formaban ese equipo Pepe Carbo Robles, Augusto Betancourth, Pablo Cabanilla, Carlos Valle, Mario Cabanilla, William Phillips, Julio Castillo y Freddy Freire. Mantuvieron la estela victoriosa del Vicente Rocafuerte.

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Augusto hacía estremecer las graderías de madera y caña del viejo coliseo de la calle Chimborazo cuando entraba al aro burlando la estricta marcación de sus rivales del Cristóbal Colón, San José, Eloy Alfaro, Aguirre Abad y otras selecciones. Cuando se graduó de bachiller, ingresó a la docencia y fue un gran maestro que enseñó a sus alumnos vicentinos a driblar la torturante marca de la factorización, binomios, trinomios y otras martirizantes operaciones del funesto libro de Baldor, aborrecido por los que, como yo, no tolerábamos el álgebra. El único recuerdo grato que tengo de ese libro es que era el único que nos aceptaban como prenda los Ponce y Hugo Cortez cuando íbamos a alquilar los botes al estero Salado y no teníamos sucres.

Pocas horas más tarde se produjo otra noticia dolorosa para el deporte guayaquileño: la muerte de Maximiliano Blum Manzo, gran exponente de la gimnasia olímpica y dirigente federativo de esa rama. Por supuesto, Fedeguayas no se dio por enterada y, al igual que César y Augusto, Max se marchó en silencio, solo roto por el dolor de los viejos deportistas, de los vicentinos y de sus amigos del barrio Orellana. Conocí a Max –lo llamamos siempre así– en 1954.

Al entrar al edificio del Vicente Rocafuerte, un paso era obligado: el del gimnasio que desapareció durante la tristemente célebre ‘remodelación’. Entre paralelas, barras, argollas y caballetes nos entreteníamos con las piruetas de quienes iniciaron la práctica de esta especialidad en el centenario y otrora glorioso colegio. Elmo Suárez Peñafiel, a su regreso de los Juegos de la Juventud de Rumania en 1951, introdujo esta rama deportiva en el colegio. Recuerdo a sus primeros alumnos: Max Blum, Enrique Alemán, Jaime Peña y Julio Rubira, y luego Nelson Calderón, Abel y Pedro Rendón, Alfredo Mancilla, Jorge Portalanza, Alfredo Cucalón y otros grandes deportistas.

Max fue también un gran dirigente que entregó parte de su vida al fomento del deporte como presidente del Comité de Gimnasia y de la Asociación (luego Federación Ecuatoriana). César, Augusto y Max vivirán siempre en nuestra memoria por todo lo que brindaron a nuestra ciudad y al país. Dios los haya recibido en su gloria. (O)

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