La hermana Brigitte Queisser camina lentamente entre los escombros del Muro de Berlín. Con sus 77 años, hace una pausa para recuperar el aliento, abre una puerta y cruza de la antigua Berlín occidental a lo que supo ser el lado oriental.

Ese simple paso era una odisea para quienes intentaban escapar de Berlín oriental hacia el oeste durante las tres décadas que el muro dividió la ciudad. Algunos intentos eran planeados meticulosamente durante meses, otros eran acciones impulsivas, osadas.

Muchos salieron bien, cumpliéndose todo lo planificado al pie de la letra. Pero la hermana Brigitte, diaconisa de la Orden Luterana de San Lázaro, fue testigo de primera mano de las consecuencias que sufrían quienes no lograban cruzar.

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Cruzando la calle Bernauer Strasse donde se encontraba el muro, la orden tenía una clínica que ofrecía ayuda inmediata a quienes resultaban heridos tratando de cruzar al otro lado, desafiando a los soldados que vigilaban, incluso desde torres. Las hermanas también enterraban a quienes fallecían.

“Se destruyeron familias, la gente no podía ir libremente de un barrio a otro. Muchos murieron tratando de cruzar al oeste”, relató. Al recordar esos tiempos duros, la hermana Brigitte tocó la cruz de plata que cuelga de su cuello, por encima de su hábito azul oscuro. “Fue una pesadilla”, afirma.

Al conmemorar el 30.º aniversario de la caída del Muro de Berlín en noviembre, los alemanes también recordarán a quienes fueron arrestados, sufrieron heridas o murieron tratando de escapar mediante túneles cavados debajo del muro, a nado, trepándolo o incluso por el aire. Por lo menos 140 personas fallecieron en esas empresas, según los estudios más recientes. 

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El muro comenzó a ser construido en 1961, lo que el líder de Alemania Oriental Walter Ulbricth describió como “un muro protector antifascista”. En realidad, su objetivo era evitar que los alemanes orientales se pasasen al oeste.  Funcionó durante 28 años y hasta el 9 de noviembre de 1989 fue una presencia siniestra, símbolo de la Guerra Fría entre EE.UU. y la Unión Soviética. 

Las diaconisas de San Lázaro vivieron todo esto en carne propia, como testigos presenciales, ya que la clínica y la residencia de la Bernauer Strasse quedaron separadas del cementerio de la orden por el muro. 

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“Atendíamos a todo el que resultase herido en nuestra clínica de primeros auxilios”, recuerda la hermana Christa Huebner, de 84 años. “Muertos o vivos, heridos, fracturados... de todo. Nos asegurábamos de que recibieran los primeros auxilios y veíamos si debían ser hospitalizados”. (I)