Mientras que antes creíamos que los niños se metían en problemas porque tenían demasiado tiempo libre, hoy sabemos que ellos están en alto riesgo de tener problemas emocionales por falta de tiempo para vivir con tranquilidad su infancia. La constante agitación en que los mantenemos impide que, tanto los hijos como nosotros, no tengamos el espacio para disfrutarnos y conocernos. Si hubiese más quietud fuera y dentro de nosotros podríamos escuchar lo que no nos dicen nuestros hijos con palabras, sino con sus miradas, gestos o actitudes. Podríamos percibir sus clamores y orientarlos, sus temores y tranquilizarlos, o sus penas y consolarlos, así como ver sus cualidades y fortalezas para reafirmarlas. En esta forma descubriríamos quiénes somos, qué tenemos para ofrecerle al mundo, qué estamos haciendo con nuestras vidas y, por ende, con las de nuestros hijos, porque es en el silencio y el sosiego adonde nuestros corazones se escuchan y nuestras almas se encuentran.