En el marco del mes de la mujer, la Fundación Sociedad Femenina de Cultura y el Teatro Centro de Arte organizaron una casa abierta con un circuito de conferencias, muestras artísticas, entre estas: gastronomía, danza y, por supuesto, nuestro preciado teatro. En la sala experimental del Teatro Centro de Arte se presentó Amore, monólogo de Yanet Gómez, dirigido y escrito por Martín Peña, y producido por Teatro del Cielo.

El milagro del hecho teatral sucedió... en la casa abierta hubo casa llena. La obra no pudo empezar sin antes unas palabras de su director, Peña, un poco innecesarias, por cierto. Soy de las que piensan que el director debe ser una entelequia detrás del escenario y que no puede ni debe restar protagonismo a lo que va a ocurrir en escena explicando al público lo que va a presenciar. El director es la mano que no se ve, pero de la que depende casi todo. Este no era su momento para intervenir, temo que llenó de sentido a lo que todavía no iba a pasar.

Aquella explicación nos alejó por completo del contacto metafísico entre el actor y público, contacto que alude el maestro de teatro estadounidense William Layton. Lo que digo no es una reprimenda al gran director y artista, nada más lejos de mi intención que es, advertir que ese no era su momento y por ello condicionó al espectador.

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La obra es de la increíble Yanet. Fue imposible no sentirme conectada con ella. Todas las que emprendimos ese viaje de Amore salimos transformadas. Hasta tuve la impresión de que Yanet me había leído alguna vez, por haber llevado su cuerpo hasta los límites de la descomposición. No había más el MoonWalk o correr sobre el propio eje; se trataba de un proceso íntimo que mostraba la evolución e independencia actoral, de la estética de su misma compañía de teatro.

Parecía que el mimo corporal dramático había tomado un giro extremo, para ser un drama extracorporal, en aquel sentido que su cuerpo nos alcanzó con sentimientos y voz.

La multidisciplinaria cubana-ecuatoriana empieza la obra con un canto romántico y mientras se desarrolla en escena va decantándose entre desilusión y la violencia del olvido. Gómez se compone, descompone y... no sabemos si se recompone, ¿habrá segunda parte como un resurgir?

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El director de la obra nos advirtió en un inicio que es una pieza catártica llena de psicología y magia, pero algo hay que tener muy claro: que solo una actriz como Yanet Gómez puede entender esa autodestrucción que sirve como recurso para ser actriz, para enseñarnos que la actuación no es para cualquiera; que un buen actor ha atravesado todas las emociones en carne propia. Desde ese lado oscuro se aporta algo muy distinto en escena, porque se trata de la contracara del ego.

En el escenario donde solo había pétalos de rosas en el suelo, Gómez navega en aguas en las que es difícil flotar, pero la necesidad de comunicar las aflicciones fue más importante que preocuparse si el teatro es un lugar catártico, terapéutico o no.

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En escena los sustantivos se verbean y la obra va agarrando forma. Pero quedan espacios al aire, dando la impresión de que la mano del director queda floja.

El tipo de teatro que presentó la compañía del Cielo, esta vez, no pretendió ser un divertimento, estuvo dirigida a sacudirnos, a decirnos una verdad mientras se mentía con la máscara puesta.

Un trabajo interesante que muestra las ataduras del malamor y que el amor empieza primero por una misma. Enhorabuena si pudieran volverla a presentar ¡Hasta la próxima, amigas y amigos! (O)

 

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