“Era inevitable, el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”, así empieza García Márquez uno de sus grandes libros, y de tal forma podría comenzar esta historia.
He cruzado el continente mío, de norte a sur y de sur al centro en los últimos ocho días, siguiendo también ese destino con olor a almendras, de sueños y de amores.
Viajar es lo que hago, de eso subsiste mi espíritu y mi economía.
Ya corrían tiempos de coronavirus cuando salí del Ecuador hacia Baja California a mediados de febrero
, pero aún era uno de esos asuntos lejanos, que le ocurren a los demás, al lado opuesto del planeta.
En Baja California cumplíamos con las rutinas de estricta limpieza, de revisar pasaportes de los pasajeros para confirmar que no hubieran estado en China en los últimos quince días. Con todo en orden y debidamente desinfectados, zarpábamos para perdernos entre ballenas.
Navegué las cien millas de Bahía Magdalena en ambos sentidos y repetidas veces para avistar las ballenas grises que llegan a aparearse y dar a luz. Podría trazar paralelismos y decir que estas gigantes criaturas migran también por amor, por qué no llamar de esta manera al deseo intrínseco de perpetuarse.
Cada semana las tocamos. Nos acariciamos entre especies, cuando ahora no podemos hacerlo entre humanos; fue un lujo y una alegría.
Después de México, con escala en Estados Unidos, podía venir directo a casa, descansar de controles migratorios, aviones, maletas. Pero seguí más al sur, a Buenos Aires. Iba al reencuentro de un amor con quien bromeé alguna vez que un día, ya con muchos años a cuestas, nos encontraríamos finalmente en un barco para izar la bandera del cólera y navegar juntos hasta el fin de los tiempos.
No han transcurrido los casi cincuenta y cuatro años de espera (es justo la mitad), y no estamos en la tercera edad de Fermina Daza ni de Florentino Ariza. Sin embargo, ondea la bandera de un virus sobre casa; la amenaza del corona nos hizo huir de Argentina, pagando boletos exorbitantes y con escalas extrañas y abrumadoras. Al entrar al Ecuador firmamos el compromiso de aislarnos en cuarentena. Así estamos, juntos, como alguna vez soñamos, atrapados en un minimundo de dos, en los tiempos del co… No, no del cólera, pero del corona.

Hay un mundo afuera. Están los afectos, la familia, los amigos, que aunque no podamos abrazar, se debe animar, acompañar. La creatividad humana es infinita y desde casa mucho se puede inventar y organizar".

Y si bien a ratos me dan ganas de perderme en la magia de la literatura y convencerme de que este es el único universo que nos debe importar, que podemos vivir de amor hasta que no quede una gota, ni de amor ni de agua ni de alimento. Sí, si bien me tienta la idea de fundirme en un cuento que alguna vez yo misma concebí, no me lo permito, no debo.
Hay un mundo afuera. Están los afectos, la familia, los amigos, que aunque no podamos abrazar, se debe animar, acompañar. La creatividad humana es infinita y desde casa mucho se puede inventar y organizar.

Leo que varios doctores ofrecen consulta gratuita por teléfono, muchos psicólogos proporcionan terapia a los que no gustan del encierro, mi sobrina Aisha propone en su página de Instagram asesorar con recetas para lo que uno tenga en su alacena".

Leo que varios doctores ofrecen consulta gratuita por teléfono, muchos psicólogos proporcionan terapia a los que no gustan del encierro, mi sobrina Aisha propone en su página de Instagram asesorar con recetas para lo que uno tenga en su alacena. Las posibilidades de dar y de aprender son infinitas. Como diría García Márquez casi al final de su libro Amor en los tiempos del cólera: Porque es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. (O)

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