Regresa a Ecuador para liderar un programa de posgrado que llama mucho la atención a escritores jóvenes interesados en mejorar su escritura y ampliar su visión de la literatura latinoamericana, ¿por qué es tan importante dentro de este oficio continuar creciendo y experimentando con los textos?
La literatura es un aprendizaje sin final porque habla de la experiencia humana, siempre cambiante. Y el campo de la literatura latinoamericana es muy amplio y estimulante, exige métodos complejos para abarcar la producción de un continente y, cada vez más, las inquietudes creativas sobre las que se ha escrito y reflexionado tanto y que también estudiaremos, es decir, las perspectivas latinoamericanas sobre los procesos creativos. La novedad es que esta maestría de la Universidad Andina incluye escritura creativa y ambas menciones se complementan muy bien, le dan otro nivel. Es algo que no se había hecho antes en Ecuador.

¿Por qué es necesario este tipo de programas para las nuevas generaciones de escritores?
Porque cada vez son más complejos los registros y técnicas de escritura, y también por una profesionalización que abra nuevos horizontes laborales a quienes les interesa la literatura. Una maestría de este tipo le da un rigor y un nivel de excelencia que es necesario en el país.

¿Cuál fue uno de sus mayores desafíos al comenzar a trabajar con las palabras?
Justamente encontrar una orientación. Fue un proceso muy largo. En su momento me ayudó el taller de literatura que dirigía Jorge Velasco Mackenzie en la Casa de la Cultura. Él fue un gran maestro, sobre todo orientándome con lecturas, y de una gran generosidad porque me prestaba decenas de libros. Eso lo recuerdo con gratitud. Pero luego ya fueron otros procesos que me exigieron formarme en el extranjero, por lo que terminé haciendo un doctorado en teoría de la literatura en Barcelona. Eran otros tiempos. Lo básico es mantener la disciplina, la ilusión y contar con un espacio literario que sea estimulante. De lo contrario, nada ni nadie te convierte en escritor.

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Y con el paso del tiempo, ¿alguna vez un autor logra estar 100 % satisfecho con su obra?
Nunca. Hay momentos en que uno de pronto revisa lo que ha publicado y encuentra páginas que lo pueden sorprender a uno mismo. Pero luego hay otras que uno seguiría corrigiendo. Y corregir es una palabra hermosa que no me significa fatiga. Más bien todo lo contrario. La posibilidad de corregir es algo que en la vida real casi nunca se da.

Ya como docente, ¿cómo fue esa experiencia con los alumnos creando el primer programa de escritura creativa en la Universidad Autónoma de Barcelona?
Fue un aprendizaje, en realidad, sobre todo afinar metodologías y protocolos para la enseñanza de la escritura creativa. Hay mucho campo a desarrollar en esto. A futuro en la Universidad Andina tenemos nuevos proyectos orientados a la escritura terapéutica y a nuevas tecnologías.

¿Qué autores jóvenes latinoamericanos ha descubierto recientemente?
Hay muchos. Pero me gustaría destacar de Ecuador a unos cuantos como la reciente faceta de novelista de Ernesto Carrión –ya era un poeta destacado–, a Sandra Araya, Juan Pablo Castro Rodas, Andrés Cadena, y la poesía de Juan José Rodinás, César Eduardo Carrión o David Barreto, casi todos con destacados premios ecuatorianos o latinoamericanos. No es menor que vayan a ser profesores invitados de esta Maestría en Literatura. De otros países, hay excelentes prosistas como María Gaínza, Alejandro Zambra, Yuri Herrera o Rita Indiana.

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¿Tiene alguna rutina/técnica/fórmula al momento de desarrollar una nueva obra? ¿Cómo fue en el caso de ‘La Escalera de Bramante’?
No hay fórmulas. Hay que huir de ellas porque cada escritor responde a una necesidad individual. Cada libro exige un pulso diferente. En lo que sí creo es que no hay que abandonar nunca la disciplina y hay que corregir sin final, no para lograr una página perfecta, pero sí una página irreductible. Hay que buscar una página o un párrafo, a veces una palabra que se aproxime a decir lo que quisiéramos decir y que nada pueda reemplazarla. Y no tener prisa. La prisa es mala consejera literaria.

¿Cómo lo recibió Quito? ¿Qué expectativa tiene de la ciudad que acoge como su nueva residencia?
Viví en Quito al terminar la escuela y al comienzo del colegio. Eso se puede percibir en La escalera de Bramante. Ha sido como volver a casa. Es una de las ciudades de mi horizonte afectivo, junto con mi natal Guayaquil, Roma, Lima y Barcelona. Me gusta el frío suave, sus mediodías soleados, el olor de los eucaliptos, sus atardeceres llameantes, la calidez de las chimeneas, y sobre todo mis amigos. Creo que hay pocas ciudades en el mundo tan dispuestas como Quito a convertir a los no nativos en propios. Y es debido a Quito y concretamente a la Universidad Andina por lo que volví a Ecuador luego de vivir 25 años fuera.