“En vez de ganarte $ 10, es preferible ganarte $ 5, pero darle tiempo a la familia”. Es el consejo que Pedro Pablo Martinetti Navas, el patriarca de la familia Martinetti, siempre les da a los suyos. Hoy, como todos los años, a punto de cumplir 91 años de edad, el fundador de la Casa del Cacao e iniciador de la historia cacaotera de esta familia quevedeña se reúne con sus hijos y nietos para celebrar el Día del Padre.

Don Pedro inició su trabajo en Quevedo, su hijo Gonzalo Enrique Martinetti Saltos, de 60 años, empezó su propia empresa en Buena Fe, y su nieto Pedro Gonzalo Martinetti Macías, de 34 años, fundó la suya en Babahoyo. Las lecciones de vida y de trabajo pasan de generación en generación entre el aroma y sabor de cacao.

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Con su sombrero de paja toquilla, su bastón y una sonrisa que transmite paz y tranquilidad, la cabeza de los Martinetti junto con sus sucesores en los negocios recuerda que trabajó desde muy joven y que incluso pasó pobreza con su madre después de que sus padres se separaron. Trabajó en la construcción y luego abrió su tienda de abarrotes en Quevedo, en provincia de Los Ríos. Como empresario se retiró cuando cumplió 68 años de trabajo.

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Entre los recuerdos de sus primeros pasos en los negocios, Martinetti hace una pausa, sube su tono de voz que en algún momento parece quebrarse de la emoción y dice: “Mi madre me enseñó a ser honesto, eso vale muchísimo para cualquier persona, la honestidad es lo más precioso”, mientras Pedro Gonzalo lo escucha muy atentamente.

No lo dice como un cliché, sino porque lo ha aplicado durante toda su vida, y para probarlo cuenta una anécdota: “Hubo un incendio, se quemó totalmente mi negocio, salí con mi hija en brazos y cuando miré atrás todo estaba derrumbado, era todo de madera. Yo tenía 100.000 sucres y la gente me decía: ‘Pedro, no pagues a nadie, cuánto te va a sobrar si les pagas a todos, te van a sobrar solo 8.000 sucres, no pagues, pagas después, toda la gente te va a aguantar’” le aconsejaban.

Pero don Pedro pagó lo que tenía que pagar y se quedó con los 8.000 sucres, la moneda del país antes de la dolarización del año 2000 cuando 25.000 sucres pasaron a ser 1 dólar. “Yo cuando principié, empecé con 3.000 sucres prestados, cuando fue el incendio me quedé con 8.000 sucres propios, ya era ganancia y ya no le debía a nadie, con esos reinicié otra vez”, cuenta orgulloso. Dice que cuando llegaban sus acreedores y le decían que lamentaban que haya perdido todo por el incendio y le ofrecían nuevos créditos, él ya los esperaba con un cheque en mano para pagarles.

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Su honestidad le dio réditos al fundador de la dinastía Martinetti. Su negocio se volvió a levantar y su credibilidad hizo que creciera exponencialmente. “Anda donde Martinetti, que allá hay de todo y es honesto”, era el consejo que cualquier comprador despistado recibía en Quevedo para esa época. Martinetti compraba además café, algodón y otros productos, pero decidió especializarse en cacao, el resto es historia, una historia que los ha llevado a ser durante varios años los primeros exportadores de cacao del país.

Su hijo Gonzalo Enrique recuerda ver a su papá trabajando en el negocio, aunque fue mucho más adelante, cuando tenía 10 años de edad. “Él tenía una tienda al por mayor de abarrotes y una tienda al por menor, él vendía de todo, al por mayor y al por menor, lo único que no vendía era carne ni legumbres”, dice el hijo que heredó el negocio de su padre.

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Afuera del negocio de su papá se parqueaban las chivas que traían los productos que compraba don Pedro y con ese dinero que les pagaba Martinetti, los proveedores se transformaban en clientes y compraban otros productos en el mismo negocio. “Él compraba el cacao y él mismo les vendía otras cosas, porque vendía de todo”, recuerda Gonzalo Martinetti, quien a esa edad ya empezaba a hacer negocios. “Con unas cartulinas les ponía un número a los sacos, les cuidaba el saco, les daba un tiquete y les cobraba cuarenta centavos de sucre por saco”, asegura entre risas Martinetti hijo, quien aún recuerda que cuidaba entre 40 y 70 sacos y se ganaba más de 32 sucres al día.

Después, a los 20 años, cuando ya entró de lleno al negocio del cacao, recuerda que era un trabajo duro, por ejemplo, debían llevar en diez o quince camiones, ir a secar el cacao a Manta por la falta de sol en Quevedo. Luego vino un cambio de nombre y de lugar, se mudaron al km 2,5 de la vía a Valencia, donde construyeron la Casa del Cacao. “Ya empieza a ser otra historia. Ya no eran abarrotes, ya era una empresa comercializadora y exportadora de cacao”, afirma Pedro Gonzalo -Martinetti nieto-, quien le toma la palabra a su padre.

Él también tiene recuerdos de su padre y de su abuelo, aunque de don Pedro más de la etapa cuando ya estaba retirado. Sus primeras memorias son ‘surfeando’ en el cacao. “Cuando tenía 8 años recuerdo mucho las grandes montañas de cacao que se hacían en esa época y yo las veía para arriba y a mí me encanta el surf, y se podría decir que la primera ola que surfeé fue una montaña de cacao, recuerdo que tenía una tabla de plywood y me ponía en la cima de la montaña y me la bajaba todita”, dice entre risas el nieto de Pedro Martinetti Navas, quien luego también recorrió su propio camino en la industria.

El abuelo, el hijo y el nieto cuentan la historia de los Martinetti, una familia con sabor a cacao

“Mi papá antes de heredar el negocio del abuelo empezó su propia empresa en Buena Fe, yo también quería hacer mi propio legado, terminé mi universidad y fui a trabajar al negocio familiar, a la Casa del Cacao, aprendí el negocio y cuando ya estaba empapado de todo le dije a mi mamá que me quería independizar y encontré la plaza de Babahoyo”, indica el nieto, quien en el 2016 fundó su propia empresa, Babahoyo Export, que ahora es una aliada estratégico de la Casa del Cacao.

Las historias que se cuentan los Martinetti, como si fuera la primera vez que las escuchan, continúan aderezadas con el sabor del cacao y se vuelven a contar hoy en el Día del Padre. “Es que nos une el cacao, es algo que nos apasiona, algo de lo que siempre nos sentamos a conversar”, resaltan con alegría y orgullo. (I)