El miércoles 7 de mayo, cuando los miradores del barco atunero Aldo observaban el mar desde la parte más alta de la cubierta, vieron a unas cinco millas un pequeño bote que llevaba una vela negra y pájaros alrededor. Era algo inusual. Las velas de los barcos no suelen ser tan mal hechas como aquella que veían a lo lejos y que, por momentos, parecía una sábana rota, maltratada y apenas sostenida por un pedazo de madera.

Enseguida, uno de los miradores avisó al capitán del barco de Manta, y este dio la orden de seguir observando mientras se acercaban con discreción. Más cerca, la vela se veía más como una lona negra, cuenta Milton Chilán, tripulante de la embarcación manabita. Eran las 17:58, el sol empezaba a esconderse en el horizonte del océano y la visibilidad de los miradores era puesta a prueba.

“No se observan personas, solo pájaros, no sabemos si hay alguien”, le dijo uno de ellos a Milton. El barco seguía su ruta sin perder de vista al pequeño bote cuando, de pronto, uno de los náufragos se levantó a orinar y se dio cuenta de que el atunero iba pasando. Enseguida, se levantaron los demás y empezaron a hacer señas con trapos y una bandera.

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Los miradores avisaron que había gente en la nave, y el capitán pidió autorización a los dueños del barco para acercarse. Al llegar, lo primero que vieron fue a cinco personas escuálidas, totalmente deshidratadas, con la piel pegada a los pómulos y los labios resecos. Los hombres, tres peruanos y dos colombianos, se arrodillaron en la nave dando gracias a Dios y luego se abrazaron en medio del llanto, cuenta Milton.

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Los pescadores salieron el 12 de marzo desde el puerto de Pucusana, en Perú, y estuvieron a la deriva durante 56 días. La última vez que tuvieron contacto con los dueños del bote fue el 19 de marzo, cuando reportaron una falla en el motor de la embarcación. Cuando subieron al barco atunero, los hombres tenían la mirada perdida, lloraban y algunos se mostraban desorientados. Enseguida les dieron agua, comieron jamón y mortadela, y empezaron a contar su historia.

Fueron ubicados a 940 millas frente a las cosas de Ecuador.

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Durante más de 50 días no veían nada más que agua y cielo, sin puntos de referencia. No sabían si el bote avanzaba hacia la costa o hacia el interior del océano Pacífico. El sol les abrasaba el rostro y las espaldas, los labios les ardían, cuarteados por la sal.

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Los primeros días pasaron y la comida empezó a terminarse. Luego se acabó el agua, y solo quedaba el milagro de la lluvia. Así transcurrieron unas semanas, y cuando dejó de llover, empezaron a beber su propia orina; a veces la mezclaban con un poco de agua, muy poca, como para disimular el sabor salado.

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Se dieron cuenta después de que los pescados se acercaban al bote de madera y empezaban a comerse las conchas impregnadas en el casco. Las rumiaban, y entonces comenzaron a capturarlos con pequeños anzuelos. Luego, se comían los pescados asados.

“Cuando subieron al barco y empezaron a contar todo eso, y cuando se comunicaron con sus familiares, a nosotros se nos salían las lágrimas, porque también somos pescadores. Hoy por ellos, mañana por nosotros”, señala Milton.

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José Gabriel Albines, el capitán del barco peruano, visiblemente conmovido, indicó en un video que están agradecidos con el capitán y con los dueños del barco, porque gracias a ellos verán nuevamente a sus familias. “Le decíamos a Dios: mándanos un ángel, hasta que aparecieron ustedes, compañeros. Hemos vuelto a nacer”, expresó.

Los pescadores peruanos fueron entregados este viernes al guardacostas San Cristóbal para que los lleven a tierra y regresen con sus familias en Perú, donde ya los daban por muertos y solo esperaban que un milagro se los devolviera. Y el milagro ocurrió. (I)

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