La violencia en Ecuador ha crecido, diversificado y se ha hecho más violenta. Más aún cuando las políticas de seguridad ciudadana no dan resultados positivos, deslegitimándose las instituciones públicas: la Justicia tiene una aceptación del 8 % y la Policía del 10 %. Por eso la ciudadanía busca, por su cuenta, reducir su inseguridad a través de armarse, la justicia por propia mano o la introducción de la videovigilancia.

La fascinación tecnológica es tal que se cree que las cámaras de videovigilancia, cual varita mágica, resolverán la violencia desbocada que vive el país. En la campaña electoral del 5 de febrero pasado, no hubo candidato que no la ofreciera. Pero ¿las cámaras de videovigilancia ayudan a controlar la violencia? Y si es así, ¿qué se debe hacer para que sea eficiente?

Auge de cámaras que captan hechos delictivos no frena a las extorsiones y amenazas, ¿hay la obligación de entregar los videos a las autoridades?

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Esta tecnología ha evolucionado aceleradamente tanto que tiene una precisión que puede generar reconocimiento facial con datos biométricos, actuar de forma móvil gracias a los drones y utilizar inteligencia artificial. Las empresas de venta de esta tecnología la promocionan porque supuestamente disuade al delincuente a cometer hechos delictivos y porque sería un complemento para la investigación forense. En la práctica opera más en la investigación, es decir, de forma ex post (después del) delito.

Con estas finalidades se construyó el sistema integrado de seguridad ECU911, donde 911 es el único número telefónico usado para receptar las llamadas de auxilio. Con la finalidad de dar respuesta temprana se articula con más de diez instituciones públicas, entre las que están la Policía, las Fuerzas Armadas y el sistema de salud. El ECU911 cuenta con 16 centrales ubicadas estratégicamente a lo largo del territorio nacional y está articulado a múltiples bases de datos, como las del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) y del Servicio de Rentas Internas (SRI), para construir el llamado big data.

¿Pero qué ocurre en la realidad? Personas, municipios, centros educativos, restaurantes, teatros, viviendas, bancos, estadios y centros comerciales ponen cámaras de videovigilancia sin contar con protocolos mínimos, sin que existan políticas sobre el tema y sin articularse al ECU911. De esta manera se pierde la respuesta temprana y la eficiencia en la investigación. Esto es, se colocan profusamente y sin control las cámaras, generando información que es manipulada y usada para otros fines que no son los de la seguridad.

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Es una tecnología visual que puede fácilmente vincularse a las redes de comunicación formales e informales con la finalidad de informar, pero también generar beneficios económicos o producir temor. Por ejemplo, ciertas instituciones públicas y privadas usan las imágenes con fines promocionales, vulnerando los derechos a la privacidad, intimidad, expresión y organización.

No se puede desdeñar el gran problema que produce en el incremento de la percepción de inseguridad, que termina convirtiéndose en un principio del comportamiento social, porque todo desconocido es un potencial agresor. Y, además, del desarrollo urbano, porque aparecen los barrios cerrados, se impone el control de los edificios y los precios de los inmuebles se fijan en relación a la seguridad.

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También y quizás lo más complicado sea la reversión de sus beneficios, cuando las propias estructuras criminales las usan de forma directa para hacer inteligencia, esto es, para conocer el objeto del crimen; y en otros, para extorsionar a sus víctimas. La tecnología opera, en este caso, como un bumerán que crea más violencia. (O)