Esta semana se recuerdan los cuarenta años del golpe militar en Chile. Las reflexiones abundan, la mirada crítica y en perspectiva permite levantar la mirada y aprender. También se da paso al arrepentimiento y al perdón, sin embargo, persisten las rivalidades y las heridas. A cuarenta años de este brutal acontecimiento, las cuatro lecciones principales con las que me encuentro son:

La responsabilidad política no se puede minimizar: los polos opuestos oscilan entre quienes justifican el golpe por la crítica situación a la cual había llegado Chile durante los mil días de Allende en el poder, la inminente guerra civil y la cruda violencia con que los grupos extremos de izquierda estaban actuando. Por otro lado, están quienes aseguran que hubo manipulación de grupos de poder para desestabilizar a un gobierno democrático, lo cierto es que hoy la historia nos habla de la falta de liderazgo de políticos que pudieran mediar, enfrentar la crisis y sortear de otra forma el futuro del país. La extrema división política, la desintegración de partidos y la pugna del poder fueron quizás uno de los aceleradores claves para esta situación. La madurez de la clase política se pone entonces “entre paréntesis”.

La radicalización del discurso y la agresión verbal calarán por décadas: la decisión de Allende y su entorno político y social de radicalizar el discurso (mucho más de lo que sus acciones realmente lograban), así como la violenta forma de entablar el diálogo social (en especial con la oposición) son hoy una herencia nefasta para tratar de entablar encuentros. Las posturas opuestas e intolerantes, así como la descalificación y violencia en los discursos altamente mediatizados dificultan (hasta hoy) cualquier intento por acercar posturas, por lograr un diálogo social. Generaciones enteras arrastran con esta polarización, la violencia reaparece cuando el diálogo se frustra.

No hay fin que justifique los medios: durante décadas Chile ha sido un ejemplo de desarrollo económico, de estabilidad institucional y de modernización del Estado. Pero el precio de la permanencia de Pinochet en el poder es hoy altamente cuestionado (incluso por sus seguidores). El balde de agua fría para muchos fue verificar que no salió con las manos limpias como prometió y eso permitió que muchos empezaran a considerar posible y real el fantasma de la violación a los derechos humanos que por décadas intentaron ocultar, desmentir o simplemente ignorar. La herida abierta por las muertes, represiones y torturas están hoy más presentes que nunca y el país está al “debe” con esas 35.000 víctimas o 200.000 exiliados (según informes).

La reparación debe llegar, pero está lejos: lo que viene ahora es empezar a cerrar las heridas, 63% de los chilenos cree que hay que dar vuelta a la página, pero también cree que el Estado debe reparar a las víctimas de violaciones. El punto de desencuentro es cuándo y cómo debe darse esa reparación. Cuarenta años después, la particular historia de Chile debe servirnos de aprendizaje, lejos de los análisis ideologizados, se debe avanzar hacia el reconocimiento de los errores, justamente para no repetir ni minimizar las raíces de los mismos.