Se supone que un novelista crea una obra auténtica cuando escribe sobre lo que realmente conoce y ha vivido. Ese conocimiento por experiencia se manifestaría en un lenguaje convencido y, por lo tanto, verosímil. Señalo que la verosimilitud es una cualidad fluctuante y varía de acuerdo a la época, de manera que nunca hay que establecer parámetros rígidos sobre lo verosímil. Si se cree que lo verosímil en una novela es proporcionar datos, estadísticas, fechas, o advertir en una nota que la historia está “basada en hechos reales”, eso más bien parece un ruego de que a la falta de imaginación se le perdone no haber hecho los deberes. La imaginación libre no se disculpa ni pide permiso. Y no tiene conciencia de culpa.

De manera que el tono convincente del lenguaje va más allá de la información o las referencias de su tiempo. Es una mezcla escurridiza en la que incluso entra en juego un flujo sensible derivado de la personalidad del novelista. Por lo tanto, este no tiene que ‘trascribir’ literalmente el mundo en el que ha vivido. Más bien ‘traduce’ una experiencia inspiradora o recuerdo de lo real al nuevo lenguaje de la trama de la novela. Y esta traducción no puede ser literal.

Pero hay otro presupuesto igualmente inquietante y paradójico que lo rebate. Quienes escriben novelas también lo hacen porque algo no se pudo llegar a saber o no hay fuentes para investigar o han sido destruidas o es imposible acceder a ellas. Es decir, la novela vendría a ser un ejercicio imaginativo compensatorio frente a un límite del conocimiento o de la experiencia. Si no se puede contar con los archivos de la voz de los romanos en el siglo I, la novela exagera la forma de las epístolas romanas y se convierte en una novela como Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. O bien, si todavía no se puede llegar al planeta más próximo, la novela configura algo sobre lo que no hay experiencia posible, como se ha hecho desde Luciano de Samosata a Stanislaw Lem.

¿Cuál de estos dos principios hay que aplicar para comprender una novela? E incluso profundizando las preguntas: ¿qué ocurre cuando se lee una novela de lenguaje sumamente convincente sobre un lugar y una época, aunque estos nunca hayan existido? ¿Qué ocurre, al revés, cuando leemos una novela que ofrece referencias de un lugar real, y hasta un lenguaje evidentemente correlativo al tema, pero percibimos que no despierta nuestro interés, que le falta esa elusiva autenticidad, convertida más en documento que en obra? Todo énfasis en la referencia real pone en evidencia la falacia intencional, es decir que la novela expresa solo lo que ha previsto el autor. Hasta la crítica, al insistir tanto en la representación real en la que supuestamente se basa una obra, se somete a los significados intencionales.

Probablemente escribir novela –y leerla e interpretarla– exige la tensión de esa paradoja, como tantas otras. Pero cuando pienso en esta paradoja recuerdo una frase que con los años ha dado un vuelco para mí. Es de Juan Montalvo y está incluida en El Espectador: “Si mi pluma tuviese don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado ‘El indio’, y haría llorar al mundo”.

Que un novelista reconozca sus límites es testimonio de su capacidad para crear tanto como para resistir.

La frase se ha interpretado como un testimonio de la situación de los indios en América Latina en el siglo diecinueve. Varias novelas del siglo veinte, de Icaza a José María Arguedas, hicieron llorar al mundo, aunque en el primero el llanto era de rabia y en el segundo de desarraigo. Pero me interesa entender la primera parte de la frase de Montalvo: “Si mi pluma tuviese don de lágrimas…”. El don de lágrimas o donum lacrimarum forma parte de la tradición mística y hace las delicias de los devotos como de los lectores de George Bataille. No creo que Montalvo usó la expresión en ese sentido, más bien fue una resonancia estilística del entorno católico. De manera que me concentro exclusivamente en el condicional: “Si mi pluma tuviese…”. El autor que dijo asertivamente “Mi pluma lo mató”, refiriéndose a que sus críticas indujeron a asesinar a García Moreno, resulta que se echa para atrás cuando reconoce que su pluma, esa misma pluma, no tiene o no puede contar con un determinado talento.

Giorgio Agamben explica que la idea de Deleuze de que todo acto de creación es resistencia, viene a significar que el escritor es tal no solo porque puede escribir algo (mi pluma lo mató), sino también porque decide “resistirse” a escribir (mi pluma no escribe ese libro sobre el indio que haría llorar al mundo). ¿Quiere decir esto que Montalvo está admitiendo que no conocía al indio de su país, o que lo conocía menos que otros autores de su época o los inmediatamente posteriores? ¿Icaza o Arguedas conocían mejor al indio? ¿O es que Icaza conocía mejor al Chulla Romero y Flores que a Andrés Chiliquinga? Montalvo conocía a Cervantes y al Quijote. Por lo tanto, escribió Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Pero él sabía que no tenía don de lágrimas. No quiso hacer llorar al mundo.

Que un novelista reconozca sus límites es testimonio de su capacidad para crear tanto como para resistir. Cuando no lo reconoce y cree de manera equivocada –incluidos sus seguidores y exégetas– que la imaginación y el talento pueden reemplazarse con la utilería y los bastidores del discurso simplificado –que hace llorar al mundo–, hay una ausencia de obra aunque haya varios, muchos libros, por lo general endebles. Y no es obra porque el novelista no ha aceptado ni comprendido sus propias posibilidades. Heridos de sobreactuación y mala conciencia encubierta de corrección política, esa demagogia dificulta comprender la incorrecta, inútil, gratuita, y por eso mismo inmanejable fuerza estética de quienes deciden no escribir en una línea determinada, no porque no puedan sino porque su verdadero don va por el lado donde no se hace llorar al mundo. (O)