Uno de los viajes de Paul Theroux lo llevó a recorrer América Latina con el propósito de llegar a Argentina, en Argentina recalar en Buenos Aires, y una vez en Buenos Aires, buscar a Jorge Luis Borges. Antes había pasado por varios países y uno de ellos fue Ecuador. En Quito se reunió con tres escritores de los que dio cuenta en una escena ineludible para la literatura ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX.
Es una escena penosa, aclaro, pero ilustrativa. Theroux es así: en las penas, en ese despojamiento radical de ciertas exploraciones literarias, revela la naturaleza humana. Basta verlo en su gran libro sobre su amistad y ruptura con V.S. Naipaul, donde pinta de cuerpo entero al gran novelista antillano de lengua inglesa. En esa reunión en Quito, el joven Theroux se encuentra con Benjamín Carrión, Jorge Icaza y Alfredo Pareja Diezcanseco. Era 1976. Cuando Theroux comentó que uno de sus propósitos era visitar a Borges en Buenos Aires, Icaza saltó: “No, no, no, dijo Icaza –cuenta Theroux–. Borges dijo que la tradición argentina era el conjunto de la cultura occidental, comenté. Borges se equivoca, dijo Carrión. No tenemos demasiada buena impresión de Borges, afirmó Icaza. Pareja pareció indeciso, pero se mantuvo callado.” La escena no puede ser más elocuente, sobre todo el silencio de Pareja. Dos años antes, en 1974, Pareja había publicado su libro más experimental, La manticora. Theroux siguió su viaje, poco entusiasmado con los politizados escritores ecuatorianos, y encontró finalmente a Borges. El resto se puede leer en su libro El viejo expreso de la Patagonia.
La siguiente escena ineludible de la segunda mitad del siglo XX ocurrió dos años después, en 1978. Borges visita Ecuador. Lo invita un joven escritor y editor colombiano, Antonio Correa, pese a la resistencia de intelectuales de izquierda. Los testimonios de la visita, y un amplio archivo fotográfico de Jorge Aravena, ha sido recientemente publicado con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Ecuador bajo el título Un espejo en el tiempo. A lo largo de este 2018 se hicieron varios homenajes a la visita de Borges, tanto por la parte de la Universidad Católica como en la reciente Feria del Libro de Quito. Se celebraron 40 años de su visita. Pero, ¿qué Borges visitó Ecuador en noviembre de 1978? ¿Quién era Borges en ese momento?
En la década del setenta, había publicado su libro de relatos El informe de Brodie. Por las fechas de su visita, llevaba un tiempo reescribiendo su futuro cuento, “La memoria de Shakespeare”, recopilaba y afinaba los textos de los Nueve ensayos dantescos y había dictado en la Universidad de Belgrano, entre mayo y junio de 1978, las conferencias que conformarían Borges, oral. En El informe de Brodie se encuentra un autor sin los énfasis eruditos de su narrativa previa. La limpieza de estos cuentos se podría explicar por su ceguera, que los hacía prácticamente dictados en voz alta. Uno de esos cuentos se titula “Guayaquil”, motivo que emociona por razones nacionalistas a todos los lectores ecuatorianos y no digamos a los nacidos en Guayaquil. En realidad, la emoción sería menos genticilia, más razonada y pertinente para un lector de Conrad, verdadero referente al que alude Borges, quien no conocía Guayaquil cuando lo escribió. De hecho, lo visitaría recién en ese 1978. Ningún afán descriptivo en Borges, ningún afán nacionalista. Guayaquil era un mero lugar para otro enigma, el del misterioso encuentro entre San Martín y Bolívar. Y ni siquiera esto sino algo más fundamental: los dos historiadores de “Guayaquil” se disputan la futura atribución de un descubrimiento documental. Uno de ellos renuncia al mismo porque sabe, fatalmente, que quedará desprestigiado el bando de San Martín, al que pertenece. A su manera, es otra crítica a los fanatismos nacionalistas.
Este Borges final, ya con algunos achaques de salud, sigue debatiendo con los grandes autores clásicos. Se tuvo que encontrar con una intelectualidad ecuatoriana que seguía obsesionada con el compromiso político y de la que Emir Rodríguez Monegal, otro visitante ilustre en esas fechas, diría que se revelaban con “anacrónica frescura”. A Borges le preocupa su condición mortal: viviría ocho años más. “La memoria de Shakespeare”, el cuento que corrigió durante varios años, revela una historia fantástica: el narrador llega a poseer la memoria de Shakespeare. Supone que con ella podrá acceder al misterio de la creación del dramaturgo y poeta inglés. Se le iluminan adjetivos y temas. “Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria”, dice el narrador. Y poco más, hasta que concluye: “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable”. La singularidad del talento, sugiere Borges, no se explica por una versión realista de su vida, su país o su entorno. El talento supera la mimetización de la obra con la realidad. La necesita, pero la supera al momento de escribir. Hubo otros lectores de Borges en el Ecuador de aquel entonces, quienes en esos años escribieron obras como La manticora, Entre Marx y una mujer desnuda, Carta larga sin final o Polvo y ceniza que lanzaron a la literatura ecuatoriana un horizonte más abierto. La visita de Borges no produjo esos cambios pero abrió las expectativas de lectura a un mundo menos solemne y, por supuesto, menos demagógico y más libre. (O)