Al doctor Julio César Trujillo le encantaba ver volar aves. Cuando iba al campo, a su quinta de Conocoto, se dedicaba a alimentar a los pájaros. Compraba racimos de plátano maduro en el mercado y se sentía incómodo cuando, al reconocerlo, los comerciantes se negaban a cobrarle. Le pedían que acepte los plátanos como señal de simpatía a su lucha contra la corrupción. Él lo aceptaba conmovido. Con el paso de los años, ese hombre, que formó a generaciones de abogados y que sufrió el confinio, la cárcel y el destierro, se hizo de llanto fácil. Cuando el país sufría, él, a sus 88 años, no tenía reparo en llorar de indignación. Esa sensibilidad lo hacía más fuerte frente a sus adversarios, más sabio, más humano.

Toda transición de una dictadura a una democracia es complicada, y ninguna es perfecta. Pienso, sin embargo, que solo Julio César Trujillo tenía la categoría moral y el carácter para encabezar la nuestra. Tuvo aciertos y errores, porque era humano. Reconozco, sobre todas, dos virtudes que caracterizaron su gestión como presidente del CPCCS transitorio. Su firmeza y su lucidez. Fue firme al enfrentar la putrefacta seudo-institucionalidad del correato y a sus beneficiarios que, aferrados a sus cargos, pretendían garantizar la impunidad de los ladrones. Y fue lúcido al procurar rodearse de la mejor gente. Gracias a él tuvimos durante la transición a la mejor defensora del Pueblo de la historia, Gina Benavides; así como gente del más alto nivel en otros cargos, como fueron Angélica Porras y Juan Pablo Albán en la Judicatura. La elección de la más calificada Corte Constitucional de todos los tiempos es, quizá, el mayor logro del proceso que él lideró.

Trujillo era un político puro, en los términos de Ortega y Gasset, y también un político de antes, que en lugar de tener miedo a quemarse, solo se justificaba a través del fuego. Su primera candidatura, con 34 años de edad, fue para la Asamblea Constituyente de 1966. En las aulas universitarias había sido alumno de Camilo Ponce Enríquez, quien le influyó en la preocupación por los problemas del país, aunque no en su pensamiento. Trujillo empezó su vida política militando en el ala progresista del Partido Conservador. Luchó contra la dictadura de Guillermo Rodríguez Lara, que lo confinó en la Amazonía y lo expatrió a Bolivia. Cuando el Ecuador se encaminó al régimen democrático, en 1978, Trujillo, ya expulsado del conservadurismo, participó en la fundación de la Democracia Popular. Cobardes, corruptos y reduccionistas lo han acusado de haber estado en varias tiendas políticas. Él respondía: “Yo tengo pasado político, he peleado con todos los poderes, he sido perseguido por las dictaduras. Yo sí creo que no hay que servir a las dictaduras. De ese pasado, me siento orgulloso”. En su paso por los más altos cargos fue símbolo de honestidad y austeridad.

Cuando durante una de las entrevistas que tuvimos le pregunté su ideología, saltó en carcajadas. “Estoy del lado de los excluidos, de los marginados y de los que son víctimas de la injusticia, particularmente de la injusticia social”, respondió. Me dijo que no le importa donde le clasifiquen, en la izquierda o en la derecha, pues él siempre ha acompañado a los indígenas, desde la reforma agraria de 1963, y ha estado junto a los sindicatos, incluso como abogado, en las huelgas y los contratos colectivos. Por eso, no dudó cuando el colectivo Yasunidos le pidió ser su abogado. “Los jóvenes que encabezaron esa lucha fueron maltratados, engañados y perseguidos, eso me afirmaba más en mi convicción de que debía estar del lado de ellos”, me explicó.

Los políticos puros, como él, no se retiran, son derrotados o mueren luchando. Trujillo trabajó por su país hasta el último instante de su vida. Tantas generaciones más jóvenes fracasaron en conducir al Ecuador y fue un viejo lúcido y valiente, al final de su vida, el que combatió, por todos nosotros, como un gladiador para recuperar la democracia. Fue leal al presente para no condenar el futuro. Y lo que siempre recordaré de él es que era bueno. Su legado nos pertenece a todos. No tenía hijos, sino una legión de sobrinos que lo acompañaban constantemente. Su persona favorita era Martha Troya Jaramillo, su esposa. “Ella me ha acompañado, incluso sosteniendo el hogar cuando por la persecución política no he podido ejercer mi profesión, alguna vez las navidades nos pasamos con los trabajos de arte que ella vendía”, recordaba. Destacaba en Martha dos atributos que ella, generosamente, compartió con él: valentía y talento. Aquella tarde, en su departamento de la av. 6 de Diciembre y al hablar de su esposa, Julio César Trujillo sonrió como debió sonreír al dictar su primera clase o al ganar o perder su primera elección. Era una sonrisa casi ligera, de aletazos amplios, como la libertad de las aves en pleno vuelo. (O)