No es solo el aire que respiramos, ni el agua que trina ladera abajo, ni solo los árboles sabios y antiguos, los animales y plantas que pueblan la Tierra, no solo es materia lo que estamos destruyendo, no solo átomos, moléculas, células vivas. La naturaleza es luz, es música que suena en las tardes cálidas, que retumba en las noches tormentosas, son las hojas de los árboles acariciándose unas a otras al ritmo del viento. La naturaleza son los colores de un atardecer, un sol rojo en el horizonte, un suspiro y un beso. Un paseo a la orilla del mar es la forma más bella de la soledad o del amor. Pasear por un bosque es como sumergirse en un baño sanador, de cuerpo y espíritu.

No hay felicidad más pura que tenderse a la sombra de un árbol y escucharlo bailar con el viento. Nada más tierno que un loris lento pigmeo. La libertad es un caballo color melcocha. La vida de las mariposas es un cuento de hadas, los superhéroes nacieron de los jaguares, nuestras grandes orquestas anhelan ser pájaros al atardecer.

La naturaleza es cruel y misericordiosa, es caos y armonía, enorme y mínima. Cómo no amar las hojas que nacen en primavera con ese verde tan fresco que parece risa de niñas, cómo no amarlas cuando en otoño embellecen hasta su propia muerte. Tomarlas en brazos una a una, hojas largas y anchas, con puntas y ondas, rojas, ocres, amarillas, desplegarlas sobre la banca de un parque como en un museo que desaparecerá con el viento, como acabaremos todos. La naturaleza nos enseña a morir.

La naturaleza nos enseña a vivir. Nos sana, nos alegra, nos despierta y adormece. La naturaleza nos enseña a vivir en comunidad. Los árboles se protegen unos a otros: basta que una jirafa coma las hojas de uno para que este envíe su mensaje con ayuda del viento, un código químico que los otros descifran e inmediatamente llenan sus hojas de sustancias amargas. Pero las jirafas son astutas, van de árbol en árbol, a contraviento.

La naturaleza nos enseña a sobrevivir, a escuchar, observar, oler, sentir. La naturaleza nos alimenta sin pedirnos más que trabajo y paciencia. Pero la naturaleza no existe para servirnos. Ni nos pertenece. No la creamos y sin embargo la estamos destruyendo. Cavamos nuestra propia tumba. La naturaleza no es solamente el aire que respiramos, el agua que bebemos, la comida que consumimos. La naturaleza es el alma del mundo, es un lenguaje divino, es la posibilidad de la felicidad más pura, de la tristeza más bella, de los atardeceres de verano y las lluvias de otoño, es andar entre los árboles y amar entre las flores, es conversar con los animales y jugar a que nos hacemos compañía. La naturaleza no solamente mantiene vivo nuestro cuerpo sino también nuestro espíritu.

Fueron tantos los veranos de mi infancia que terminaban en tragedia porque llegaba el día en que algún enfermo le prendía fuego al bosque que vivía en la colina de Guápulo. Era una montañita poblada de árboles que de la noche a la mañana aparecían convertidos en ceniza. Y quién no conoce el aterrador, el asfixiante olor de ese infierno, de las lenguas de fuego que devoran la vida y escupen polvo y ceniza. Humo, humaredas grises y negras elevándose al cielo, yo temblaba más que ante el horrendo cuadro del Infierno que cuelga en la iglesia de La Compañía. Me daba más miedo ese infierno, este, en vida.

No hace mucho nos espantaron los fuegos en California, ahora es la Amazonía brasileña la que arde en las llamas de un infierno creado por nosotros: por quienes apoyan a líderes nefastos como Bolsonaro y Trump, archienemigos de la naturaleza, un infierno creado por la ganadería intensiva, un infierno que hemos ido creando nosotros mismos, los “grandes empresarios”, los inversores, los consumidores atolondrados e inconscientes.

Comprendo la ira de Greta Thunberg, compartida por tantos alrededor del mundo, su demanda innegociable: “¡Basta ya!”. Pero más allá del dolor y la ira, de la acción y la reacción, quiero detenerme en un momento, en un sueño reparador que nos devuelva la esperanza, quiero detenerme en la posibilidad, en la ilusión de que el ser humano y la naturaleza somos uno, quiero creer que apagaremos el fuego, limpiaremos las cenizas y renacerá en la Tierra un “Río de Luz” tal y como lo pintó Frederic Edwin Church, un paisaje donde se reencuentran lo divino y lo humano, libres de las jaulas de credos y dogmas, el ensueño de un paisaje inmaculado, sin huella humana, y aún así nacido de la observación y la imaginación de un artista, tan humano como cualquiera, un paisaje de una luz cálida, de tal serena grandeza que parecería que ninguna redención es imposible.(O)