Es probable que algunas de las horas más felices de mi vida hayan tenido lugar en un bus que me trasladaba desde la ciudad de Pokhara hacia Katmandú, la capital de Nepal. Por la ventana, la silueta colosal de los Himalayas, con sus nevados nítidos bajo el sol, eran la imagen perfecta para ilustrar ese momento, definido por mi música. Fueron alrededor de siete horas de Chavela Vargas, Mercedes Sosa, Leonard Cohen, Bob Dylan, Natalia Lafourcade, The Beatles, Charly García, Chico Buarque, Selena, Julio Jaramillo, Héctor Laboe y Willie Colón. Con sus voces había yo llevado al castellano, la lengua en que nací, y al inglés, la lengua que hoy habito, hacia las entrañas de lo que para mí era Asia.

Mi hotel estaba en Thamel, el maravilloso barrio turístico de Katmandú, lleno de restaurantes, tiendas y bares. Tenía la sensación de que Nepal era mi premio por haber resistido a la India. Nunca había tenido que esforzarme tanto para adaptarme a un entorno tan distinto: creo que en ninguno de los dos países hay la costumbre de cambiar las sábanas para cada huésped, al menos en los hoteles de bajo presupuesto, pero en Varanasi conocí el extremo de descubrir rastros de sangre en las sábanas. En todas las ciudades la llegada de la lluvia implicaba, ante el nulo o precario alcantarillado, la conversión del entorno en una Venecia de horror, en la que uno camina encharcado entre la basura y las heces de las vacas, y más barbaridades. Asía, sin duda, es una experiencia extrema, en la que uno no tiene más opción que templar el carácter y practicar el desapego.

La plaza Patan Durbar está situada en el centro de Lalitpur, una ciudad continua a Katmandú. Un antiguo palacio real y un museo están rodeados de los más fascinantes templos, aunque todas esas construcciones, que son patrimonios culturales de la humanidad según la Unesco, aún se recuperan de los estragos del terremoto de abril de 2015. Como occidental y andino, mi periplo asiático estuvo necesariamente balanceado por los contrastes: todas las dificultades tenían sentido cuando contemplaba, absorto y con la sensación de que era un regalo de la vida, aquellos lugares en donde la historia, la espiritualidad y formas de concebir el arte se amalgamaban en una arquitectura sobrecogedora. Más tarde, cuando llegué a la estupa budista de Boudhanath, y sentí el deslumbramiento que esa estructura inmensa me causó, empecé a pensar que todo este viaje, de algún extraño modo, tenía importantes enseñanzas.

Son extrañas las formas en que acontecen las experiencias espirituales. Katmandú es en Nepal lo que Varanasi es en la India. El complejo de Pashupatinath, además de contener los templos de los principales Dioses hindúes, tiene los Ghats crematorios, en donde se prende fuego a los cuerpos de los muertos. El hinduismo nepalí, de algún extraño modo, es más relajado que el indio. Las mujeres no están impedidas de participar del rito funerario, que fluye con una solemnidad cálida y que denota una íntima emoción, mientras que en la India ese mismo rito era, en mi opinión, la repetición eterna y casi frívola de un suceso inevitable.

Un mes en Asía llegaba a su fin. Mi última actividad sería un sobrevuelo sobre el Everest que iba a partir de Katmandú la madrugada del jueves 29 de agosto. Ya en el aeropuerto el vuelo fue cancelado por razones climáticas. Entonces comenzó mi experiencia kafkiana por mi reembolso. Se acababa mi idilio con Nepal. Temeroso ante la posibilidad de que la agencia de viajes india no le pague por los servicios turísticos que me prestó, mi agente nepalí decidió cobrar el reembolso y desaparecer, no sin antes decirme que en el aeropuerto de Delhi los indios me iban a pagar. El budismo no bastó para calmar mi ímpetu e indignación de abogado, por cuanto armé un escándalo en la policía. El embajador ecuatoriano en la India, Héctor Cueva, me asesoró y respaldó en esos momentos. A la final me pagaron en rupias indias, por lo que perdí gran parte del dinero al realizar el cambio de divisas.

Pienso, sin embargo, que Nepal fue más propicio para meditar en la vida y en esa otra forma de renacimiento que es la muerte. Quizá sólo el tiempo me indique cuál era el aprendizaje o el motivo por el que la vida me llevó tan lejos. Por el momento puedo entrever unas pocas ideas, sensaciones, emociones. Si una lección aprendí es que no puedo pretender la arrogancia de detener el caos o la destrucción, peor aún suponer que mi vida o los sucesos que se me presentan sean únicamente como yo deseo. Puedo sólo conducir mi actitud y conservar la calma. Luchar. Resistir. Caminar. Procurar ser lúcido. Dejar que la vida sea.

Cuando mi avión aterrizó en Praga me sentí felizmente más viejo y, a partir de ese momento, los recuerdos de Asía aparecían en mi memoria como imágenes de sueños. Antes de volver a Nueva York, decidí cumplir con la visita que había inspirado todo este viaje, este privilegiado camino hacia el todo. Llegué al Nuevo Cementerio Judío alrededor de las 16:00. Era el domingo 1 de septiembre. Desde la entrada, una flecha me indicaba el paradero del Dr. Franz Kafka. Es posible que contemplar su tumba haya sido para mí una experiencia mucho más mística que el largo peregrinar a la India y a Nepal. Piedras, flores, notas y un libro había junto a su lápida. En Pashupatinath, junto al templo de Shiva, está una higuera sagrada, un árbol de la familia de aquel tronco en el que Buda meditó y alcanzó la iluminación. De ese árbol de Katmandú llevé a Praga una hoja y la dejé sobre la lápida de Kafka. Sentí que son las sincronías el único misterio y la única verdad de la existencia. Había tenido que recorrer tantos kilómetros, a lo largo de dos continentes, para recordar que todo aquello que buscaba –la paz, la beatitud, el todo– estaban ya adentro de mi vida, como los sueños, como los libros, como cerros andinos del Ecuador. Y no, el viaje no se ha terminado, acaba de empezar. (O)