“Si expresas una opinión, tienes que vivir con el hecho de que te podrán llevar la contraria. Expresar una opinión tiene sus costes”. “…La libertad de expresión tiene sus límites, esos límites empiezan cuando la dignidad de otra persona es violada”. Angela Merkel.

La semana pasada en la ciudad de Guayaquil, al igual que en diversas ciudades del mundo, se reunieron mujeres para manifestarse por la eliminación de la violencia contra la mujer, a propósito de la fecha conmemorativa del 25 de noviembre. Esta no es solamente una lucha legítima, es una de las problemáticas sociales más graves de nuestras sociedades y que ha sido prácticamente ignorada por décadas. Olas de violencia, que a diario le quitan la vida a mujeres, por el simple hecho de ser mujeres, no deben pasar desapercibidas.

Ahora, el problema radica en cómo se dan estas protestas. Muchos considerarán que son efectivas, pero para otros no lo son. Esto no debe ser analizado desde una perspectiva ideológica ni mucho menos religiosa, pero sí comunicacional. La pregunta fundamental es ¿qué tipo de impacto esperan alcanzar las mujeres que acudieron a las plazas principales de sus ciudades el pasado 29 de noviembre, donde desnudas propinaron insultos, acusaron a todos los hombres de machistas e incluso algunas se atrevieron a destruir el mobiliario urbano? ¿Es esta la actitud óptima para convertir en prioritaria esta problemática?

El problema reside en la educación. Desde el simple hecho de que muchas personas ni siquiera entienden el significado de la palabra feminismo. De acuerdo con la RAE, feminismo es el principio de igualdad de derechos entre la mujer y el hombre. En ninguna instancia esta debe ser asociada con la supremacía de la mujer ni la satanización del hombre.

Los actos de violencia o abuso que se dan en todos los estratos sociales y económicos no dejarán de suceder si no promovemos una cultura ciudadana que cambie los hábitos de comportamiento de todos. De esta manera, dejaremos de normalizar conductas que deshumanizan a las mujeres y empezaremos a vivir en una sociedad de respeto y libertad.

Nuestra sociedad no necesita más leyes que promuevan la discriminación positiva, más bien necesita reformar las leyes que no permiten que mujeres y hombres tengan las mismas oportunidades y, por ende, la misma responsabilidad social. Esto debe llegar al ámbito público, pero también al privado y, fundamentalmente, al ámbito familiar.

El Estado de derecho debe custodiar con sus principios y su legalidad el inquebrantable principio de igualdad. Ningún ciudadano debe ser discriminado, ni por las leyes de discriminación positiva ni por la actitud execrable de quien ejerce violencia contra su prójimo, a menudo más débil e indefenso. Esto implica una profunda revisión del sistema judicial, sus protocolos y procedimientos, así como un trabajo de toda la sociedad para mejorar nuestros códigos de conducta.

Las ecuatorianas tenemos mucho que aprender de Lagarde, Merkel y de Von Der Leyen y mucho que temer de aquellos que nos quieren relegar al perenne papel de víctimas. (O)