Una profunda reingeniería de la vida social, de nuestros hábitos y costumbres, de nuestros modos de interactuar, se encuentra en marcha por obra y gracia del coronavirus. Las categorías con las cuales nos representamos el mundo social y desplegamos nuestra práctica en él se encuentran en un impresionante proceso de transformación. Hemos sido lanzados a una nueva vida social, repentinamente. Y no sabemos cómo será.

El lenguaje de los infectólogos y epidemiólogos se impone para adaptarse –como dicen ellos– al “modo coronavirus de vivir”. Las dos palabras que reorientan nuestros comportamientos causan espanto: aislamiento y distanciamiento. No podremos estar más cerca de un metro cincuenta en relación con la otra persona. CNN nos advierte: evite besos, abrazos y apretones de manos. La televisión española lanza un mensaje estremecedor y desconcertante: “alejarse de la humanidad para salvarla”. La idea de una nueva normalidad empieza a dar vueltas en nuestras sociedades para transformar hábitos, espacios y modos de socialización. “Haz del distanciamiento una práctica”, dice otro canal internacional. En parques, plazas, malecones, centros de comercio, transporte público, habrá que llevar mascarillas bajo reglamentos estrictos de uso. Por mucho tiempo no volveremos a tener espectáculos públicos.

Los nuevos códigos nos imponen el no contacto y con ello temor y miedo hacia el otro de contagio y enfermedad. Algunas de las consecuencias de los nuevos códigos se pueden advertir: mayor individualización de la vida, un brutal estrechamiento de los espacios de convivencia e interacción social, mayor vigilancia y disciplinamiento, y menos tolerancia hacia el que incumple normas sanitarias. El miedo al contagio agravará nuestros habituales prejuicios. Recuerdo las palabras del embajador de China en España cuando recién arrancó la pandemia: los enemigos no somos los chinos sino el coronavirus. Pero los animales humanos personificamos al enemigo. El temor al contaminado, a contaminarse, genera violencia. En México, enfermeros y enfermeras han sido agredidos en los espacios públicos por ser portadores del virus. Todo ha cambiado de repente: desaparecen los rituales religiosos donde se forjan sentimientos de comunidades morales. Los muertos se entierran en una soledad pavorosa. Se experimenta una pérdida de la memoria ligada a la vida de las personas. Nadie recuerda y homenajea a los muertos, simplemente se los entierra.

La distancia social como práctica forzada ahondará las brechas ya existentes entre grupos y clases sociales, entre lugares de residencia. Habrá una desconfianza hacia el otro no idéntico en mis costumbres. La higiene mediará el vínculo social. El alcohol y los desinfectantes serán parte de la interacción, si no se toman siguiendo las recomendaciones de Trump. ¿Qué normalidad muere y cuál nace, y qué tipo de interacciones y sociedad, de seres humanos, seremos bajo los nuevos códigos de aislamiento y distancia? ¿Y cómo contrarrestar este lenguaje que se impone violentamente por encima de otros: solidaridad, justicia, humanidad, proximidad? (O)