Por Katia Murrieta

En el silencio de una tibia tarde, perturbado solo por el canto de unas aves, enviadas por la brisa del Guayas que mecía suavemente las cortinas de su casa, enclavada en el barrio mismo de Las Peñas, allá en la calle Numa Pompilio Llona del Guayaquil que tanto amó, Yela exhaló su último aliento, partiendo al infinito en paz, con una dulce sonrisa dibujada a medias en su bello rostro, los grandes ojos verdes cerrados para siempre.

Casi una centuria alcanzó a vivir nuestra querida Yela. Tuvo los años suficientes para abrazar cuanto quiso en el arte, en la prehistoria, en las Venus de Valdivia, sus musas inspiradoras; su tierra natal, y su afán incansable porque los artistas tuviesen un espacio donde, especialmente, las artes plásticas y la música posaran día y noche para todo cuanto andante quijotesco resolviese sentir bajo sus pies las piedras seculares de la antigua urbe porteña. La noticia de la partida de la dama de las manos paridoras, como la calificara alguien algún día, la recogieron las mariposas que, pronto, llevaron el mensaje a bares, cafeterías, galerías, patios y jardines. El jolgorio cesó y los ruidos se callaron, dejando que el alma de aquella que había recorrido tanto, tanto, esa callejuela sinuosa, impregnando su huella inolvidable, pudiese despedirse con un adiós que decía: Aquí estoy, no me he ido, me quedo con ustedes. Porque Yela fraguó la Asociación Cultural Las Peñas, allá en el viejo barrio colonial, el más antiguo de la ciudad, donde no hay distingos para nadie, donde cada mes de julio la visita obligada se recrea, entre empujones, con la gran muestra de los expositores, por días y noches enteras. Por algo la llamaban la madre de los artistas. Con su penetrante y bondadosa mirada parecía abrazar a todos con un cariño y una generosidad inmensos. No obstante, al lado de esa sensibilidad y de esa arcilla, que era su espíritu, amigable y receptor, había una Yela luchadora, que no le importó vestirse de soldado, ponerse botas, coger una metralleta e ir al Cenepa a defender su tierra, en una muestra de patriotismo inigualable, así como tampoco cejó en su tenacidad para conseguir que el mercado de sus sueños, el Mercado Artesanal, sea una realidad. Tampoco le faltó firmeza para dirigir el Museo Municipal de Guayaquil y el Departamento Cultural de la Espol.

Yela Loffredo no solo fue una diseñadora de hermosas joyas y una escultora que colocó su nombre en uno de los más altos pedestales a nivel mundial, Yela fue una verdadera patriota que luchó también por los derechos de la mujer, tan preterida en la época en que le tocó moldear el barro, la resina, la arcilla, el bronce y el mármol. Le cupo ser la primera escultora ecuatoriana. ¡Cómo rompió barreras a medida que cruzaba el tiempo que se le escapaba de esas manos prodigiosas para servir a su país!

Yela Loffredo merece ser perennizada en la historia y para la historia. Su nombre debe quedar grabado para siempre en ese barrio que le debe tanto. Por ello, el monumento, de cuerpo entero, que reclama la poeta Rosa Amelia Alvarado para ella, debe ser colocado en el Fortín de la Planchada, en aquella plazoleta que debiera llamarse Yela Loffredo de Klein, así como el Museo Municipal de Guayaquil. La ciudad se lo debe.

Descansa en paz, querida Yela. (O)