Al menos en Europa se han gastado horas, días, años en debatir la relevancia del concepto de aprendizaje a lo largo de la vida, pues hay quienes cuestionan la normatividad, casi obligación, que involucra esta noción. Desde la posición del privilegio que otorgan los sistemas de protección social allende el océano Atlántico, donde no se vive y muere sobreviviendo como aquí, se piensa que llega un momento en que no es necesario dedicarse mucho más que al ocio. Igualmente, se argumenta que no es necesario que todo en la vida de los niños esté pedagogizado, es decir, diseñado para aprender, ni siquiera en el interior de una institución educativa.

En Ecuador, en cambio, el cliché del aprendizaje a lo largo de la vida está fuerte y sano, y en perfiles de Twitter como el de la ministra de Educación, aunque, al parecer, con resultados limitados. Uno de ellos se hizo ver en su altivo y solidario tuit del 5 de julio con la noticia de que Carolina Espinoza buscaba subastar su moto para instalar una sala de computación en la escuela donde enseña. Después de un torrente de recomendaciones de diferente calibre, pero eminente valor, la ministra intentó eliminar rastro de tal ligereza, haciendo ver que su perfil en Twitter no era tanto una afirmación sino una aspiración. Personal. Y legítima, por supuesto.

¿Dónde estaba el Ministerio de Educación cuando la profesora Espinoza iba de casa en casa para ayudar a los niños a hacer sus tareas? Me imagino que retuiteando la novedad. ¿Dónde estaba cuando conseguía por iniciativa personal computadoras en donación? Pues, al menos la ministra, concentrada en el heroico acto, sin percatarse de que celebrarlo era un agravio para padres, profesores y estudiantes, activistas y empresarios, enfermeros e ingenieras, que no tenemos la educación que quisiéramos para el país.

Sin dejar de admirar la intrépida autonomía de una mujer frente al aparato estatal, la preocupación debería ser impedir el ultraje de las arcas públicas a costa de la responsabilidad educativa del país. Mientras nos distraían tuiteando lo que viene a ser una caricatura de nuestra pobreza educativa, avezados funcionarios públicos habían entregado carnés de discapacidad a quienes buscaban evitar contribuir a las arcas fiscales que financian, entre otros rubros, la educación. A muchos otros les fue negado el mismo documento, seguramente porque no tuvieron la capacidad de brindar incentivos abundantes para lo contrario.

A falta de una mejor educación, porque no hay con qué pagarla, y para un porcentaje considerable de niños y jóvenes que no acuden al colegio, a falta de ninguna, se vuelve muy difícil pensar, en contraste, en el disfrute. Más todavía si tampoco la economía nos da para ello. El ocio, reservado hacia el final de la vida para quienes pueden jubilarse, es lujo de pocos. Y, por tanto, el aprendizaje a lo largo de la vida, una necesidad, una forzosa calamidad. Cuando la educación, desde y hasta una edad razonables, sea un derecho protegido por todos, incluso los funcionarios que deben expender carnés de discapacidad como dicta la ley, y no al revés, será más que parte de una lamentable aspiración. (O)