En los últimos días, Colombia se ha visto sacudida nuevamente por una fuerte convulsión social a causa de un abuso policial que trajo consigo la muerte de un abogado en circunstancias muy delicadas, hecho evidenciado inclusive en las redes sociales, lo que ha producido violentos disturbios y enfrentamientos con la fuerza pública, especialmente en Bogotá. Hay que recordar que hace algunos meses y coincidentemente con eventos similares de protestas descontroladas en la región, el país vecino vivió momentos de marcada agitación social y política, lo que ha llevado inclusive a ciertos analistas a sostener que Colombia se está acercando al umbral de violencia vivido hace algunas décadas. En ese escenario, crecen las conjeturas acerca de la presencia de confusos intereses que buscan a toda costa descomponer el orden social.

Similar tesis ha sido utilizada para analizar el desborde de la violencia callejera que se desató en el último trimestre del año pasado en países como Ecuador y Chile, aludiendo de esa forma a la posibilidad de que más allá de las realidades sociales y económicas de cada país, exista un afán desestabilizador que busca alterar la vivencia democrática bajo cualquier pretexto y excusa; en el caso de nuestro país es posible afirmar que sí, que tras el desborde de la movilización indígena existía un evidente propósito de anarquía. Por otra parte, la ocurrencia de la pandemia y la necesidad del aislamiento y distanciamiento han hecho que las demostraciones de ira y rechazo en contra de las gestiones gubernamentales virtualmente desaparezcan, pero y tal cual se está demostrando en Colombia, parecería que la tensión social está latente y podría desbocarse en cualquier país de la región, dependiendo de los móviles y circunstancias de la protesta.

Sin embargo, más allá de la simple lectura en el sentido de que todos los eventos de convulsión social se reducen a un complot y a una hoja de ruta con propósitos desestabilizadores (tras los cuales se esconden conocidos actores y movimientos), hay que tomar en cuenta el alto nivel de enervamiento y descontento social que se produce en sociedades tan dispares como la ecuatoriana y la chilena, cada una con sus particulares retos y problemas. En otras palabras, la gente está harta y desafiante ante una serie de situaciones que van desde la falta de oportunidades, la desigualdad social y otros indicadores que marcan el desconsuelo y descontento del pueblo, circunstancias de la cual sacan rédito instigadores y anarquistas.

Ese factor debe ser tomado muy en serio por los actuales candidatos que aspiran a la Presidencia de la República, pues con seguridad e independientemente de quien gane la contienda electoral, el manejo de la calle será determinante y acabará siendo un gran desafío, o también una gran encrucijada, para quien llegue al poder en el 2021. En todo caso, el próximo gobernante no deberá caer en el facilismo o la ingenuidad de reducir cualquier reclamo popular a simples maniobras de la oposición o de grupos extremistas. Hay cosas que no se detectan, pero están ahí; que no las veamos, es otra historia. (O)