Pedro (nombre ficticio) tiene 80 años, enviudó hace cinco y tiene dos hijos, uno de ellos emigró al exterior. Hace diez años le diagnosticaron enfermedad de Parkinson. Fue siempre un hombre activo, optimista, divertido; amante de la música, de reunirse con su familia y amigos cercanos, los pocos que sobreviven. Luego de jubilarse, con su esposa decidieron viajar por el Ecuador y conocer nuevos lugares. Cuando le fue diagnosticada la enfermedad, el proyecto del resto de su vida tomó otro giro. Su esposa lo ayudó a aceptar y sobrellevar el diagnóstico, y él, aún con limitaciones, resolvió continuar activo física y mentalmente. Cuando su esposa falleció, la tristeza del duelo movilizó su vida. No quiso depender de sus hijos. Decidió vivir solo, manteniéndose con su pensión de jubilación y con lo que sus hijos quisieran contribuir. Siguiendo su estilo de ser, siguió activo: salía a caminar diariamente, cuidaba del jardín y asistía a un centro gerontológico donde, además de la terapia física, participaba en las clases de música y socializaba con otras personas.

En tanto, su párkinson avanzaba lentamente y cada vez limitaba más su motricidad. Su hijo lo visitaba una vez por semana. Todo se manejaba bastante bien hasta que la COVID-19 llegó. Las limitaciones, el confinamiento, la ausencia frecuente de su familia y de sus amigos lo han enfrentado duramente a la pregunta de si tendrá que resignarse a vivir el resto de años de vida que le quedan de esta manera.

Con ciertas variaciones, el escenario relatado se repite con frecuencia en la consulta médica de quienes vemos pacientes adultos mayores con enfermedades crónicas. Con esta pandemia, la vida cambió para todos, en especial para aquellos que son conscientes de que su periodo de vida es corto, sujeto a la edad y a su enfermedad. Una serie de pérdidas y duelos impuestos por esta “nueva normalidad” los confina al aislamiento y a una dolorosa soledad. Es una situación conmovedora en la que los demás reparamos muy poco. Quienes tenemos la fortuna de estar todavía sanos extrañamos la libertad de antes, el contacto, el abrazo, la sensación de cercanía de nuestra gente querida. No obstante, obligados por las circunstancias, hemos podido adaptarnos a un nuevo estilo de vida, que, en cierta forma, la tecnología ha hecho más llevadera.

El aislamiento social puede afectar la severidad de las enfermedades crónicas, sobre todo las neurodegenerativas, que son progresivas y no tienen curación. Aunque ciertos momentos de soledad son apreciados en la vida, la norma humana común es la de ser gregarios. En esta particular época de distanciamiento social, la soledad de ciertos pacientes se siente más que nunca. La depresión, la ansiedad, la apatía, el insomnio impactan negativamente sobre la calidad de vida, empeorando los síntomas. Para ellos, la pandemia representa una condena que injustamente deben cumplir. Ya que no hay final claro de estos tiempos que nos ha tocado vivir, vale la pena detenerse a pensar en el estado en el que viven nuestros adultos mayores que, como Pedro, necesitan que aligeremos su carga de tristeza y frustración. (O)

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Vale detenerse a pensar en nuestros adultos mayores; necesitan que aligeremos su carga de tristeza y frustración.