Antes del COVID-19, dos enfermedades fueron las que cambiaron nuestra forma de lidiar con el espacio. Me refiero al cólera y a la tuberculosis. Antes de que descubriéramos al bacilo de Koch y a la bacteria Vibrio Cholerae, lo único que interpretábamos como causa y vector de dichos males era el miasma; aquel “mal aire” que explicaba el surgimiento y esparcimiento de enfermedades, desde los tiempos medievales de la peste negra. Antes de que los científicos atacaran estos problemas sanitarios de manera definitiva, los ingenieros, paisajistas y arquitectos fueron quienes implementaron las primeras medidas de contingencia.
El ataque al cólera fue quizás más prioritario y evidente. En aquellas ciudades embarradas por desechos humanos que eran lanzados por las ventanas de las casas, y que se mezclaban con el agua y los alimentos que consumían los ciudadanos, resultaba más evidente que debía manejarse de mejor manera la evacuación de los desechos sólidos y que debía bajarse la densidad poblacional de las ciudades. En Europa, muchas ciudades recurrieron al derrocamiento de sus antiguos muros medievales; Viena y Barcelona lo realizan precisamente por problemas de salud pública. Por su parte, Londres se convierte, en 1852, en la primera ciudad en establecer una red subterránea de aguas servidas.
La tuberculosis requirió de más tiempo para ser atendida y de más recursos para ser enfrentada. En las ciudades industriales de los Estados Unidos se comenzaba a notar que quienes vivían cercanos al campo eran menos propensos a contagiarse, y cuando lo hacían, su salud se veía menos deteriorada que la de los pacientes radicados en las ciudades. Esta observación sirvió de catapulta para personajes como Fredrick Law Olmsted, que insistían en la inserción de espacios naturales dentro de las redes urbanas. De dicha visión surgieron gran parte de los proyectos construidos por Olmsted, como el Parque Central de Nueva York, el “collar de esmeraldas” de Boston, e incluso Riverside: el primer suburbio diseñado y construido en tiempos modernos.
En la escala arquitectónica, la batalla contra la tuberculosis duró hasta entrada la tercera parte del siglo XX. Los edificios de congregación pública, como colegios, hospitales o templos se pensaron abiertos, ventilados e iluminados; precisamente para depurar el aire y reducir los índices de contagio. El Guayaquil moderno de antaño, proyectado y construido por arquitectos como Karl Kohn, Guillermo Cubillo Renella, Alamiro González y Simón Bolívar Jalón, se caracterizaba por grandes ventanales que permitían el paso de la brisa y por la presencia de balcones que generaban sombras.
Muchos de esos elementos han desaparecido de la arquitectura de hoy, y los extrañamos. ¿Cuántos de los que hemos caído contagiados por el COVID-19 no hubiéramos querido tener un balcón donde convalecer? Es el momento de reflexionar sobre lo inútil y perjudicial que nos resulta entender a la arquitectura como un producto esnob del capricho y la excentricidad, una apología a la anorexia del hormigón armado. Dicha reflexión debe darse tanto desde la mesa de dibujo como desde las aspiraciones del cliente. (O)