Apenas uno de cada diez ecuatorianos tienen confianza en el otro, según el estudio del Latinobarómetro de las Américas (2018), que se realiza en 19 países de América Latina.

Esta cifra es lacerante, porque nos advierte que vivimos en una sociedad en donde la desconfianza es una forma de vida. Entonces, la sospecha es un modo de ser, estar y hacer. Y así no se puede construir ciudadanía y peor aún democracia. El estudio de las relaciones sociales no es nuevo, pero sí nos indica que los países en los que hay confianza entre las personas, como un elemento constitutivo del capital social, pueden desarrollarse de manera sostenida y enfrentar las calamidades con mayor efectividad, porque la fuerza colectiva se convierte en un escudo.

Las investigaciones de Robert Putnam y Francis Fukuyama sostienen que en donde se construye confianza, los acuerdos entre el Estado, la academia y el mundo empresarial fluyen de mejor manera en el diseño de las políticas públicas con el sostén de un conjunto de condiciones necesarias, como el respeto y el ejercicio de los derechos y las libertades, el bien común anterior al individual, el fortalecimiento del Estado de derecho y la rendición de cuentas como un acto indispensable de las autoridades ante los individuos que les otorgaron un voto de confianza, sobre todo para los cargos de elección. Entonces, la confianza no es un hecho espontáneo, porque se construye de manera responsable, inteligente y se renueva todo el tiempo.

La desconfianza entre los ecuatorianos podría explicarse de manera multidimensional. Primero, porque no se cumplen las condiciones que ya se mencionaron, y segundo, porque hay un ambiente prolongado de hastío y fatiga cívicas, debido a la impunidad ante los corruptos, la crisis de representatividad política, la falta de honestidad, incluso en ocasiones que el país merecía transparencia y humanidad.

Me refiero, por ejemplo y entre otras cosas, al uso vergonzoso de los recursos para paliar los efectos del terremoto de abril del 2016, la corrupción en la adquisición de las bolsas para los cadáveres por el COVID-19, el uso fraudulento de carnés de discapacidad y la demagogia de varios candidatos que acrecientan la desconfianza. Por eso la gente suele decir que “ya no hay en quién confiar”.

Una de las mayores tareas para el 2021 como sociedad en conjunto será restaurar la confianza en el otro y sentar las bases para un tejido social fuerte. El camino no es sencillo, sin embargo, la crisis puede ser una oportunidad para elegir bien en las próximas elecciones, exigir que los jueces y las autoridades de control cumplan con sus responsabilidades, participar en los procesos que demandan protagonismo de la ciudadanía y dejar de lado la cultura delegativa que echa la culpa de todo y por todo al otro; pero también podemos potenciar el sentido de generosidad y de buenos anfitriones que somos, el apoyo humanitario que demostramos en los peores momentos y la resiliencia que nos han mantenido en pie los últimos años. (O)