Leo mucho sobre fútbol, no me pierdo los comentarios de Barraza ni de Canessa ni de Vasconcellos ni de algunos amigos hinchas de Barcelona, que tienen todo pintado de amarillo, detestan el azul y adornan la sala de su casa con el escudo en cemento del ídolo de sus amores. Los hinchas de Emelec en general son más discretos, menos efusivos.

Ni hablar que he leído el libro de Eduardo Galeano El fútbol a sol y sombra, un documentado, reflexivo y apasionante comentario sobre el deporte rey. Y otros libros “doctos” que abordan la problemática compleja de la corrupción en el fútbol y otras lacras.

No resisto la tensión de ver un partido por televisión ni en un estadio, pero me divierto si juegan en una cancha de barrio.

Lo que verdaderamente me intriga es el poder de convocatoria que tiene el fútbol, la identificación entre el hincha y su equipo, la alegría que despierta y los pesares que produce. Dice mucho de cómo es un pueblo, salen a flote sin barniz fortalezas y fallas.

La conquista del campeonato por Barcelona en Quito frente a Liga es un claro ejemplo de cómo en conjunto reaccionamos frente al triunfo y el fracaso.

El estallido de alegría desbordante se llevó por delante medidas de seguridad, toques de queda, distanciamientos necesarios, ni hablar de las mascarillas. Le pregunté a mi amigo barcelonista qué pensaba de eso y me respondió: “Más arriesgo en la Metro todos los días”, hay que reconocer que es verdad… Por último, si es de enfermarse uno se enferma, pero hay que festejar, sostenía con la voz ronca fruto de la celebración a gritos durante toda la noche. Fue una catarsis colectiva que quería festejar, olvidarse de cuarentenas, pandemias, prohibiciones. Un éxtasis vital frente a la muerte que nos ha acechado y nos acecha. Un vivir el presente dejando el futuro de la vida, propia y de los demás, al azar.

Pero también me sorprendió la actitud de los perdedores. No es de caballeros opacar el triunfo de los adversarios, poner escollos a la celebración de su éxito apagando luces en el momento de la premiación y sostener que no han perdido el invicto en su estadio. Los partidos ganados o perdidos se cuentan completos, con alargues, tiempos extras, penales. Hasta que no se dé por terminado, se está jugando. Qué diferente hubiera sido hacer calle de honor y aplaudirlos. Siempre en una final habrá un ganador y un perdedor.

Hizo recordar apagones en momentos de conteo de votos en anteriores elecciones que curiosamente cambiaron resultados. Comparar con la imposibilidad personal de Trump de reconocer el triunfo de su adversario en las elecciones estadounidenses, verdadero espectáculo para el mundo sobre la negación de la realidad y cómo entorpecer procesos de transición cuando solo se piensa en el poder que se tiene o que se pierde. El orgullo humano se manifiesta en poner e inventar acciones que torpedean y muchas veces logran anular los éxitos ajenos.

Hay muchas lecciones en estos acontecimientos. Quizás los aspirantes a cargos políticos y los electores deberían tenerlas en cuenta.

Se gana y se pierde en equipo. El candidato/a no es uno solo, no se improvisan candidaturas y programas. Requiere mucha preparación. Hay errores y aciertos, pero hay que aceptar resultados. (O)